Blog | Por Sergio Tierno / Viajes, geografía, deportes y curiosidades

21-9-2020. Cayos Cochinos, un tesoro por descubrir (Honduras, 28-29/01/20)

(Relato de Óscar Reyes)

El primer destacamento del fatídico 2020 tiene lugar a finales de enero. Es la segunda vez que viajo a San Pedro Sula pero en esta ocasión tengo la suerte de pasar dos días en destino y 48 horas bien aprovechadas dan para mucho.

Honduras es un país complejo. La inseguridad se ha disparado en los últimos años sobre todo por la delincuencia relacionada con las maras en los grandes núcleos urbanos y, pese a ello, el país recibe dos millones de turistas al año. Las bellezas arqueológicas como las ruinas de Copán y los paisajes espectaculares con playas paradisíacas, poco a poco, lo están convirtiendo en una potencia turística muy a tener en cuenta en la zona.

Objetivo Cayo Cochinos

Mi objetivo es ir a conocer Cayos Cochinos, un archipiélago situado a unos 30 kilómetros al noreste de la costa norte de Honduras. El grupo de islas está formado por dos pequeñas islas (Cayo Menor y Cayo Grande) y otros 13 cayos más pequeños de origen coralino. De hecho, el arrecife sumergido bajo esas aguas es parte del segundo arrecife de coral más grande del mundo, la Barrera de Coral mesoamericana, un destino codiciado por buceadores.

Tomo la iniciativa creando un grupo de wassap con el resto de la tripulación para organizar la excursión y cuatro compañeros pican el anzuelo. Carlos, Ezequiel, Costanza y María. Ezequiel es el único que conoce el lugar de un viaje anterior pero quiere repetir, quién sabe si movido por la posibilidad de coincidir allí con alguien del equipo de Supervivientes, uno de sus programas favoritos.

Varios compañeros que han hecho ya el vuelo a Honduras me pasan el teléfono de César y me cuentan que él se encarga de todo. La excursión cuesta 150 dólares e incluye (ida y vuelta) la recogida en el hotel y transporte a la Ceiba (191 kilómetros), transporte en lancha hasta el Cayo Mayor, una noche de alojamiento allí, el desayuno al día siguiente y otras paradas a Cayo Menor para hacer snorkel y un cayo más pequeño para tirar algunas fotos. De primeras parece un chollo aunque la vida y los precios se ven desde una perspectiva distinta en Centroamérica.

Inicio desalentador

El inicio es desalentador. Estamos agotados esperando en el hall del hotel y mis gestiones telefónicas con César se tuercen por momentos. El vuelo ha sido muy largo, no hemos tenido tiempo de siesta y ya sabemos que la paciencia es enemiga del cansancio. Primero me dice que viene con 15 minutos de retraso pero que llega seguro, después me dice que en media hora, luego desaparece del mapa y no responde a mis wassaps, así hasta que después de una hora de demora decidimos que, o llega en diez minutos o cancelamos. Cuando pasado ese tiempo por fin aparece César, casi nos importuna su llegada.

Por otro lado, durante la espera, en mis entradas y salidas del lobby a la calle para airearme, soy testigo de un episodio de una sobrecogedora crudeza.

Tres niños de no más de ocho años completamente sucios, descalzos y con la ropa hecha jirones mendigan propina limpiando parabrisas en un semáforo frente al Hilton. La escena es tan brutal que la vergüenza y la pena me invaden por completo.

Vuelvo dentro para coger algo de comida que he reservado en la bolsa para el viaje, yogures, galletas saladas y mini porciones de mantequilla y mermelada y voy hacia ellos sintiendo la humillación en mis propias carnes.

Inesperadamente el más pequeño, no más de cinco años, se aleja por un momento de los otros dos para dirigirse a otro semáforo cercano y al verme de frente adivina mis intenciones y se acerca decidido. Conmovido, estiro el brazo para darle la bolsa y le digo que lo reparta con los demás. Me da las gracias y vuelve apresurado con los suyos.

La vida sigue

Ignoro los códigos que rigen la supervivencia. Sólo sé que me siento ridículo, impotente y muy asqueado. La buena noticia para mí es que, como dice la canción, la vida sigue “como siguen las cosas que no tienen mucho sentido” y de cualquier modo reanudo mi excursión al mismo tiempo que los niños regresan “donde habita el olvido".

Iniciamos el periplo alrededor de las 13:00h tras una parada para comprar comida, bebida y hielo para el camino. La mini-van tiene siete plazas en la parte trasera con lo que el espacio es razonablemente cómodo. Con wifi a bordo y unas cervezas frías mediante, dejamos atrás la irritación inicial con César y nos ponemos en modo disfrute ON.

Pronto nos damos cuenta de que la convivencia entre los cinco va a ser fácil a pesar de que la mayoría apenas habíamos coincidido anteriormente. Las habilidades sociales se presuponen entre las cualidades de los tripulantes aunque todos sabemos que también hay muchas excepciones.

Llegada a La Ceiba

Llegamos a La Ceiba según lo previsto y sin percances. La ciudad tiene el mismo nombre que el árbol nacional de Guatemala porque, según cuenta la tradición oral, había allí en 1815 un árbol tan inmenso que se necesitaban 50 hombres tomados de las manos para poder rodear completamente su tronco. Hoy es el puerto de salida al Caribe del norte de Honduras y aunque las infraestructuras son rudimentarias, los operarios se mueven con rapidez para que embarquemos de manera eficaz.

En cuestión de pocos minutos estamos subidos a la lancha de madera y zarpamos inquietos rumbo a las islas surcando lo que parece una piscina natural salada. A la expedición se ha sumado Walter, nativo garífuna de sonrisa fácil, quien nos acompañará hasta el final y se encarga de pilotar la fueraborda.

Los garífuna

Los garífuna son un grupo étnico que surgió en el siglo XVII al mezclarse los antiguos nativos caribeños con los esclavos africanos que llevaron los europeos a Centroamérica. Tras duras luchas contra franceses primero e ingleses después en el XVIII, consiguieron establecerse en la zona y llegaron a Honduras en 1797. Desde entonces se integraron fundamentalmente en trabajos agrícolas y pesca. Son un pueblo pacífico, muy hospitalario y orgulloso de su pasado y su cultura.

La primera parada la hacemos en uno los 13 cayos menores. Es la postal perfecta en el momento exacto. Rodeada por un azul completamente liso emerge la pequeña superficie de arena blanca mudando a dorado en ese preciso instante. Está coronada por un puñado de palmeras que parecen puestas a propósito para adornar. Un capricho de la naturaleza que culmina con una puesta de sol soberbia a la que asistimos excitados, móvil en mano, procurando en vano capturar la perfección en una foto.

Muy contentos nos dirigimos a continuación a Cayo Mayor, donde se encuentra la aldea garífuna en la que pasaremos la noche. Unas 120 personas viven en la isla repartidas en dos comunidades y la nuestra es la más pequeña. Walter entra derrapando espectacularmente para atracar en el muelle y César nos cuenta que no es sólo pavoneo sino también una maniobra necesaria para sortear el fondo, muy poco profundo.

Desembarcamos en la noche cerrada y caminamos unos metros hacia la tenue luz que nos lleva a un grupo de cabañas con una amplia terraza de madera que descansa sobre la orilla. Unos niños acuden curiosos a recibirnos con una sonrisa y observamos el trajín en la caseta que parece ser la cocina. La mujer que la gestiona nos recibe calurosamente mientras abrimos las últimas cervezas frías de la nevera.

Aseo con cazo y barreño

El cansancio hace mella y la quietud de la noche con el murmullo del mar invita a relajarse y dejarse imbuir por la paz del lugar. Antes de cenar nos instalamos en la vivienda que compartiremos, elegimos cama de entre un grupo de literas y nos aseamos, como lo harían nuestros antepasados, con cazo y barreño.

Las instalaciones, a pesar de ser modestas, están muy limpias y bien acondicionadas y todos estamos conformes. La mayoría nos decidimos por un delicioso pescado frito con verduras y fruta aunque también nos ofrecen pollo para cenar. Agotados, declinamos el ofrecimiento de una demostración de danza típica y nos vamos dormir.

El día empieza muy pronto, todavía a oscuras. Todos sabíamos que conviene madrugar para no perderse el espectáculo y uno a uno, en silencio, vamos tomando posiciones en la orilla según llegamos, como si de una sala de cine se tratara. Como haciéndose el interesante, el sol pospone el instante hasta que, por fin, se aparece imponente regalándonos un amanecer para el recuerdo que queda grabado en nuestras retinas y en los móviles, por supuesto.

Gran bandeja de frutas

Después del desayuno nutritivo, con la bandeja de fruta variada más generosa que haya visto nunca, nos reunimos con los niños para entregarles los juguetes que les hemos traído de España y departimos con ellos en un rato muy agradable. Costanza, Ezequiel y María son los más juguetones con los peques y ver dibujada la felicidad en sus rostros nos llena a todos de gozo y emoción en la despedida. Ya no volveremos a Cayo Mayor.

El itinerario sigue con una parada en Cayo Menor, la isla donde se hospedan los presentadores de Supervivientes y, aunque ellos no están, nos encontramos con el equipo de Producción que ultima los preparativos ante el comienzo del programa el mes siguiente. Ezequiel, por supuesto, está al corriente de todo. El despliegue de logística es importante y la isla ha sido engalanada para la ocasión con edificaciones que nada tienen que ver con las sencillas viviendas garífunas. Aun así, los nativos parecen encantados con la presencia de españoles de quienes, seguramente, obtienen considerables beneficios.

El plato fuerte del día

Nos movemos a otro enclave de la isla para disfrutar del plato fuerte del día. Snorkeling en una de las zonas top del mar Caribe. Walter nos conduce a un apartado donde cree que podamos ver fauna marina y, ansiosos, nos enfundamos el equipo y nos lanzamos al agua. Carlos se muestra reticente al principio aunque acaba probando sabedor de estar ante una ocasión privilegiada. Sólo por la belleza de las formaciones de coral ya vale la pena asomarse a estos fondos marinos. Nosotros tenemos la fortuna de ver, además, peces trompeta, una raya y peces de mil colores. Una maravilla de la que pudimos dejar testimonio gracias a la cámara acuática de Ezequiel.

A continuación, tras la intensa actividad submarina, nos dirigimos a una playa cercana para relajarnos un rato y hacer un picnic improvisado con los snacks que nos quedan. Mientras tanto, Walter se adentra en la espesura para volver con una sorpresa: un ejemplar de boa rosada, una especie endémica y completamente inofensiva. De hecho, la que está en peligro de extinción es ella.

La excursión llega a su fin y navegamos a toda velocidad hacia La Ceiba masticando caña de azúcar y absolutamente complacidos con lo vivido. Aunque breve, ahora podemos corroborarlo: Los Cayos Cochinos son un paraíso terrenal que vale la pena descubrir.