Mi
padre siempre quiso que amara el balompié. Siendo todavía un bebé,
me compró la equipación completa de nuestro equipo. Cuando apenas
gateaba, un balón de reglamento que se me antojaba enorme. Y en
cuanto tuve la edad mínima, me apuntó al equipo del barrio.
Pero
lo que a mí en verdad me apasionaba era el ajedrez. Ese juego de
estrategia donde además de calcular tus movimientos hay que analizar
los del oponente para lograr así anticiparte.
Jamás
le revelé a mi padre mi secreta afición. Y así, continué con la
práctica del fútbol presionando como un peón, recorriendo la banda
cual torre, ejecutando pases en diagonal como un alfil, elevándome
entre los contrarios como hace el caballo... La pega es que
mentalizado en capturar al rey rival, todos mis tiros a puerta iban
invariablemente al cuerpo del portero por lo que nunca conseguí
anotar un solo gol.