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Paletos, orgullo y estadística

Llegó un momento en que me cansé de buscar; ni siquiera la Real Academia Española vino en mi auxilio. Todas las definiciones de “paleto”, referidas a persona, implicaban la procedencia rural y/o la falta de sofisticación y modales. Si me mantuve erre-que-erre no fue sino porque para mí hay tres definiciones de un concepto: la de los diccionarios, la del uso que se le da comúnmente en sociedad y la de la lógica aplicada (llámesela si se quiere “sentido común”). Digamos que muchas veces, en el día a día, trato de enmendar los defectos de la segunda con la tercera, pero en este mundo de formalidad y fuentes contrastadas, donde lo que no haya dicho una autoridad en la materia no existe, me faltaba el respaldo de la primera; me fastidian estos formalismos, pero me gusta curarme en salud. Menos mal que en una última fuente, el diccionario del diario El País, me topé con la siguiente acepción:

2. (adj.)

Se dice de la persona de poca cultura o que no sabe comportarse en algunos ambientes sociales.

¡TE TENGO! A la carga que voy con mi guerra privada…

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Creces oyendo que un paleto, una palurda, los catetos… son personas de pueblo pequeño y con boina o atavío similar, así sean tu abuela o tu propio padre, que están sentados a tu lado y a los que quieres con todo tu corazón. Te inculcan la resignación que viene con el carnet de soriano “porque los de ciudad grande nos llevan mucho adelanto” y asumes como natural que tanto tú como los seres que amas, sin haber hecho nada, sois una larga lista de descalificativos tales como “incultos”, “burdos” y “atrasados”.

Hasta que un día uno de tus amigos autóctonos, con el pecho henchido de orgullo villano, manda al diablo a todos los listillos de capital y espeta que para qué demonios necesita él saber todas esas sandeces de pijo, si para su vida en el pueblo carecen de aplicación. Y te quedas pensativo un rato… ¡coño, tiene sentido! Las conversaciones y los pensamientos de un aldeano de aquí han de estar trufados de montes y tractores por la misma razón que los de un capitalino lo están de autobuses urbanos y centros comerciales: es lo que tienen ante las narices en su día a día. Es tan absurdo pretender que el de Almaluez viva pendiente de las obras del Metro en Chamartín como que al vecino de la Avenida César Augusto le preocupen los pasos canadienses para las vacas de Pozalmuro.

 Otro tema es si se vive mejor en un sitio o en otro, oferta versus accesibilidad,… Lo de la calidad de vida da para, por lo menos, otro artículo. De momento me conformo con cómo lo hemos dejado, esto es, a cada uno en su sitio y preocupado de lo suyo. El quid de la cuestión viene con el turismo y las visitas: quién se sabe comportar fuera de su ambiente y quién no. Esa es, para mí, la esencia del paletismo: creer que el mundo empieza y acaba en lo que tú conoces, que las normas y costumbres de tu rincón del mapa se aplican en todas partes y que todo lo que se salga de esos márgenes es absurdo y aquellos que no estén en sintonía contigo son estúpidos. Sí, efectivamente, el mozo mesetario que va por una céntrica calle de Lloret de Mar cerveza en mano y cantando jotas a grito pelado es un paleto, pero también lo es la urbanita que va de casa rural a una aldea perdida del Bierzo y pregunta dónde se puede comer un Whopper. No obstante, la ignorancia no es pecado si se aprende y se corrige. Lo malo es cuando nos enquistamos en el paletismo y nos empeñamos en querer hacer fuera de casa lo mismo que dentro, y vienen los problemas… El chavalote se encara con el municipal porque no entiende qué tiene su comportamiento de malo y termina contra el coche patrulla, y la jovenzuela se pone pesada y hasta faltosa con el tabernero local y acaba en el pilón.

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Lo que ocurre es que los de la city son mayoría aplastante y claro, los catetos, oficialmente, serán los de pueblo. Sin ir más lejos, en Madrid se etiqueta “de provincias” todo lo que exceda las fronteras de su Comunidad, así sea el mismo Bilbao o la propia Barcelona; qué injusticia no poder ser todos de la capital del reino… Yo, ateniéndome a la bienhallada definición, esgrimiendo la teoría que les he explicado en el párrafo anterior y apoyándome en esa misma estadística de mayoría aplastante, me veo en la obligación de afirmar que donde más paletos me he encontrado en mi vida ha sido en las capitales grandes. Evidentemente, aborígenes de allí los hay (aunque tirando de árbol genealógico no suele tardar mucho en aparecer un ascendente rústico), pero el censo de la misma tiene tal tamaño por la inmigración interna, y algunos de esos son los que no tienen perdón de Dios: quienes después de X años se olvidan de que nacieron fuera y se vuelven más de la ciudad que el alcalde. Los viajes al agro del emigrante y su prole, en ocasiones, son como para hacer un estudio...

Y aquí es donde llego a mi arquetipo predilecto del paleto ¿Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí? ¿Alfredo Landa en Cateto a babor? No señor: el veraneante fantasmón. Querido ingenuo de capital, no estamos en 1955. Si esta era de la información y la tecnología ha llegado hasta el rincón más recóndito, tales avances bien te deberían haber servido a ti para enterarte de una vez de que ya tenemos luz y agua corriente y estamos igual de escolarizados que tú. Sí, el del pueblo tiene otro acento, pero no es tonto y no se la vas a colar… Tratas de darnos envidia con el listado de infraestructuras y actividades de que dispone tu ciudad, pero hace ya décadas que concluimos que no te pasas la vida en el teatro, ni en el museo, ni en el parque de atracciones; si te descuidas, alguna de estas boinas ha ido más veces que tú. Tampoco se cree nadie ya esas batallitas que cuentas en las que todo es como en una película, ni nos tragamos que tú allí seas poco menos que Dios; tal y como te comportas cuando vienes aquí, ponemos la mano en el fuego a que en la gran ciudad eres el Tío Nadie, pariente del Tío Ninguno, y si me apuras hasta un comemierda. En definitiva, que buscas bocas abiertas, pero obtendrás espaldas vueltas…

 Orgullo de patria chica podemos tenerlo tanto unos como otros, faltaría más, y es algo estupendo. Ahora bien, estimar que todos los demás son imbéciles es igual que infravalorar al enemigo en la guerra: aumenta mucho, mucho tus puntos débiles.