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Buenrollismo cultural. Capítulo 2: cuando el río suena, yo digo amén

En mi cada día más lejana adolescencia acabé hasta el mismísimo moño de escuchar ciertas recomendaciones y consejitos del “abuelo cebolleta” de turno, que en esas etapas de la vida puede ser casi cualquiera (incluso alguien de tu edad) . Una de las que recuerdo con más asco venía a decir algo así como si yo me consideraba rockero debía tener en la mesilla de noche el Made in Japan de Deep Purple, la supuesta “Biblia del Rock”; igual de harto terminé de que poco menos que me excomulgaran cuando decía abiertamente (siempre he sido muy bocazas) que no me gustaba, pues parecía poco menos que un sacrilegio; pero de eso ya hablaremos en otro capítulo... Luego acabé constatando como muchos de aquellos “ doctos en la materia” no sólo no entraban en éxtasis con dicho disco, sino que ni siquiera lo habían escuchado: lo recomendaban de oídas.

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Esas estadísticas que nos pasamos por según que sitio cuando nos conviene (por ejemplo, para meternos la minoría que ve documentales educativo en lugar de en la mayoría que traga telebasura), de repente son nuestra guía espiritual: cuando se nos pregunta públicamente por nuestra opinión, acudimos al “buen gusto oficial”, o lo que es lo mismo, a lo que tenemos entendido que es la crème de la crème, sin mayor argumento que el habérselo oído a cantidad de gente. Muy posiblemente, muchos de ustedes hayan recibido (o incluso hecho) la recomendación de leerse el Ulises de James Joyce, porque queda de lo más cultureta. Yo, personalmente, no he conseguido terminarlo, y me sumo la opinión que me hizo llegar un profesor universitario de Literatura Inglesa: “quien lo recomienda, o es masoquista, o  va de boquilla y no se lo ha leído, porque es un tostón de aúpa; la vida es muy corta para gastar tanto tiempo en algo tan desagradable”. Lo mismo puedo decir, a título subjetivo, de El Castillo de Kafka: queda genial sacarlo en una conversación, y no veas qué pátina intelectual tan vistosa se te pone al reconocer su importancia en la historia de la literatura universal, al alabar su calidad literaria y el ritmo de su narrativa… Bla, bla, bla. Hasta ahí pueda pasar, pero es que tenemos que quedar siempre por encima, como el aceite, y te pones a recomendárselo a todo el mundo (cosa que probablemente no harías de haberlo acabado de veras, porque su lectura puede ser un verdadero suplicio), apoyándote únicamente en que, dado que tanta gente lo nombra, por algo será.

Hasta para expresar nuestra opinión más subjetiva, la que atañe a los gustos más íntimos y personales, tenemos que tirar del comodín del público y llenarlo de topicazos y lugares comunes. Si frecuentas bares de pachangueo, en el coche sintonizas Kiss FM (o algo similar) y en casa la única música que suena es la que sale por la tele, ¿a santo de qué viene decir que los Beatles son tu grupo favorito si no tienes más que un par de canciones suyas en los típicos recopilatorios de totum revolutum? Pues viene a santo de que queda mejor manifestar que admiras a Paul McCartney que a Daddy Yankee, y que enloqueces con Leonard Cohen cuando los discos que te pirran son los de Shakira. Repítase la misma operación en cuanto a literatura, cine, pintura... Luego, si quieres, escucha alguno de esos discos que pones por las nubes, léete algún clásico de la literatura de los que pregonas de lectura obligatoria, o visiona una de esas películas sobre las que los intelectuales sueltan tantas disertaciones (que luego tú repites como un papagayo), o vete al museo… Quién sabe, igual hasta te gustan. Tampoco es obligatorio, ¿eh?, basta con decir que lo haces y que todo el mundo debería obrar del mismo modo.

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Está muy bien que tratemos de sobreponernos a nuestras humanas limitaciones y progresar, pero nos pongamos como nos pongamos, señoras y señores, la omnisapiencia es inalcanzable, y nadie está obligado a entender de lo que no se ha formado. Ahora bien, como españoles somos incapaces de reconocer nuestros topes, así que nos hemos hecho expertos en compensar la falta de contenido con un exceso de envase. En el colegio, cuando no habías hecho los deberes, lo que realmente te salvaba el trasero en último término era aparentar seguridad y tranquilidad para que la maestra creyese que sí los habías hecho y pasase a otra cosa. Aquí sucede algo bastante parecido. La faena es encontrarse con un tocanarices obseso de la transparencia, como este que suscribe, que siempre te acaba poniendo en un aprieto…

Las más de las veces, lo que decimos tiene poco que ver con lo que realmente pensamos, y bastante más con lo que queremos oírnos a nosotros mismos diciendo y, sobre todo, con lo que queremos que los demás nos oigan decir.