Cabeza rapada, fibroso, mirada dura, gestos secos, perenne semisonrisa.
Si usted le encasqueta un sombrero tejano, le coloca un cinturón con dos colt del 45, un chaleco de cuero, unos pantalones estrechos con zahones y unas botas de cuero con espuelas podría hacer frente al mismísimo Eastwood o a Lee Van Cliff.
Parece un personaje sacado de las novelas de M.L. Estefanía, o de las películas de Sergio Leone, pero desprende un halo de D. Quijote que le hace entrañable para muchos sureños.
Su coronel le ha encomendado una misión peor que imposible.
Su Ministerio tiene la misión de recuperar los antiguos oficios de “componedor” y “zurcidora”.
Tiene que recomponer los restos de un pueblo que, curiosamente, han destrozado aquéllos a los que debe enfrentarse.
Tiene que coser primorosamente en carne viva los restos de una sociedad milenaria.
En su primera misión ya se ha cargado a la Troika, cúpula visible del mal que aqueja a su patria y a todos los sureños.
Guarda en la manga de su chupa de cuero un as de doble filo.
Los millones de sureños oprimidos por los mismos amos, expectantes por ver sus hazañas culminadas para unirse a su cruzada en la primera ocasión.
Del resultado de sus batallas dependen muchos futuros.
Por un lado, le ayudamos en su pelea.
Por el otro lado, somos un lastre por el temido “contagio”.
Sus armas son millones de ciudadanos detrás, una preparación académica que nadie podrá poner en duda y un convencimiento ciego en sus acciones.
No parece demasiado bagaje comparado con el potencial de sus enemigos. Además, según los estúpidos tiene sus defectos.
Parece ser que vive en una buena casa, come bien y bebe bien. La estupidez no puede comprender que una persona que tenga lo que llamamos “la vida resuelta” pueda involucrarse en la defensa de los más débiles.
Yo también soy Yanis Varoufakis.
Mis máximos respetos y mi deseo de que obtenga un triunfo razonable, pues total es imposible.