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Un marciano llamado Ridley Scott

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La nominación de Marte (The Martian, 2015) al Óscar a la mejor película es uno de esos regalos que la industria de Hollywood suele hacerle a Ridley Scott de vez en cuando. Un cineasta que, más allá de sus primeros trabajos -Los duelistas (1977), Alien (1979) y Blade Runner (1982)- destaca por ofrecer grandes dosis de naderías envueltas en los más sofisticados envoltorios de la pretenciosidad. De ello son buenos ejemplos celebradas películas suyas como Gladiator (2000) o, sobre todo, Thelma y Louise (1991), un título con mucha mejor prensa de lo que merece si se la observa con algo de atención y detenimiento.

La acusada impersonalidad de Ridley Scott como cineasta viene normalmente acompañada de un empeño ansioso y desmesurado, coreado por parte de la prensa “especializada”, por ser considerado autor, como si la categoría de director comercial no le bastara y deseara verse a sí mismo dentro del particular Olimpo que para muchos supone ser catalogado como “artista”. De ahí que en su cine se perciban fundamentalmente dos características: la primera, una notable falta de capacidad para articular un universo creativo propio y, como resultante de ello, la necesidad de tantear aquí y allá en los distintos géneros sin insertarse en ninguno y de acudir repetidamente a fuentes ajenas con las que elaborar una arquitectura temática, narrativa y dramática pretendidamente particular; la segunda, un esteticismo -que no estética- que basa su fuerza en los efectismos, en “marcas de identidad” visuales que se repiten una y otra vez de película a película, entre tonos y géneros de lo más dispar, y que, carentes por lo general de sentido narrativo, de valor simbólico, metafórico o artístico alguno (por no hablar de puesta en escena), suelen quedarse en eso, en mero entorno decorativo, simple escenario aséptico que permita al espectador identificarle, reconocerle allí donde la fuerza de sus historias carece de todo punch y donde acusa la falta de coherencia y la solidez de un discurso propio . En ocasiones, esto le resulta suficiente: el público generalista a menudo acoge con benevolencia y agrado sus propuestas, por más demenciales que éstas puedan ser a veces. Por lo común, en cambio, y más allá de sus primeros aciertos, siempre mezcla de elementos ajenos -los duelos a espada de Joseph Conrad, la mixtura entre ciencia ficción y cine de terror o cine negro de los años 40- sus obras, en conjunto, se acercan más al trabajo videoclipero de su desafortunado hermano Tony que a la trayectoria de un cineasta de empaque.

Ejemplar en este sentido es Thelma & Louise (1991), una de sus más reconocidas películas y, probablemente, la mejor recibida después del estupendo periodo inaugural del director (del 77 al 82) a pesar de resultar profundamente esquemática, facilona y superficial, o por eso mismo. A ello han contribuido, y no poco, ciertos planteamientos de corte feminista que, sorprendentemente, ven en la película un vehículo apropiado para la reivindicación de sus, por lo común, justas y convenientes reclamaciones, sin que, bien mirado, haya excesivas motivaciones para ello durante los 127 minutos de metraje. Pero, más allá de postulados propagandísticos cogidos muy por los pelos, la película no deja de ser una traslación canónica y previsible, como en cualquier road movie que se precie, de la idea de viaje como metáfora del proceso de aprendizaje, conocimiento y liberación física y mental de los personajes respecto a ellos mismos, en interacción mutua y frente al mundo que los rodea. Una fórmula, en el caso de Scott, que le vale para creer que con eso ya tiene suficiente para terminar de montar una historia, cuando en realidad se trata únicamente de un planteamiento que no llega a desarrollar con acierto.

En este caso, el punto de partida viene establecido por el deseo de dos mujeres -Thelma (Geena Davis), una chica sencilla y algo ingenua casada con un auténtico bicho, un tipo violento y rudo que la ningunea, la esclaviza y la maltrata, de obra y de pensamiento, y Louise (Susan Sarandon), más veterana y sabia, que mantiene una relación satisfactoria con un tipo que la comprende y la apoya (Michael Madsen) pero cuyas coordenadas de vida, un día a día prisionero entre la casa y el trabajo en una hamburguesería, la ahogan sin cesar- de permitirse una escapada de ese mundo estrecho y gris que las atenaza. En el descapotable de Louise, parten para regalarse unos días de descanso, tranquilidad y comprensión mutua. Pero algo se tuerce: en una parada en un bar de carretera, un vaquero fanfarrón, machista y tosco, una fotocopia del marido de Thelma en realidad, después de tontear juntos en la pista de baile intenta violarla en el aparcamiento, y la temperamental Louise lo mata de un disparo. De este modo, la inocente escapada de fin de semana se convierte en una huida urgente con una única -porque así lo quiere, y por nada más, el guión de Callie Khouri- resolución posible, mientras que, por un lado el marido de Louise, y por otro el agente del FBI encargado del caso (Harvey Keitel), intentan, respectivamente por afecto conyugal y por sincera simpatía con las fugitivas y una honda comprensión de sus motivaciones, que las cosas se reconduzcan. Ahí radica la principal objeción a la “lectura” feminista del film: lejos de suponer un canto a la “liberación” personificada en una autonomía propia, libre de tutelas masculinas (como sucede tan a menudo, copiando lo peor del género masculino), incluida cana al aire con el típico florero de gimnasio (Brad Pitt, que despuntó como trozo de carne con ojos en esta cinta, que es lo que se ha limitado a hacer casi siempre en el resto de su carrera), observamos que es precisamente la ruptura de esa tutela la que conlleva el final fatal de los personajes, una inmolación resultante de su falta de capacidad para gestionar una situación de crisis de manera racional y madura sin atender los “consejos” y sin aceptar la ayuda salvadora de las dos únicas personas que velan por ellas, ambos hombres. De este modo, las mujeres libres que toman decisiones libres se transforman en dos pollos sin cabeza desorientados, caprichosos, que funcionan a golpe de capricho pasional, y cuyo final no es la natural conclusión del ejercicio de esa libertad hasta las últimas consecuencias (salto al vacío incluido), sino precisamente la constatación de su imposibilidad de abandonar ese mundo-prisión en el que vivían sin pagar un alto precio. Es decir: el precio de no vivir subordinadas es, directamente, no vivir. El razonamiento final al que nos lleva en planteamiento último de la película es escalofriante, y hace inconcebible que una interpretación feminista tan superficial y desatenta con lo que la película cuenta realmente se haya prodigado tanto y tan favorablemente.

En cuanto a Scott, su tratamiento visual y narrativo de la cinta oscila entre sus acostumbrados recursos a referencias ajenas, con tomas “a lo Ford” de Monument Valley incluidas, pero también en el retrato de la América desértica fronteriza con México, de sus pueblos destartalados, sus cafés de carretera, los hoteles y gasolineras cochambrosos, y el consabido uso de los espacios abiertos, fotografiados de manera preciosista, con una finalidad contraria, es decir, claustrofóbica, asfixiante, como escenario adecuado para un futuro que se estrecha aún más. Por lo demás, el director no construye suficientemente la personalidad de las protagonistas ni logra establecer una sinergia entre ambas que consiga sostener el film. Ciertamente, intenta hacer una película “de personajes”, desnudarlos psicológicamente para lograr la empatía del espectador, para construir una película con un discurso de mayoría de edad superior a la media del Hollywood generalista, pero esta voluntad, aparte del acierto en la evolución de las protagonistas en su relación particular, en sus influencias mutuas (Thelma y Louise intercambian sin cesar sus papeles, adquieren fortalezas y debilidades la una de la otra hasta ocupar finalmente las posiciones contrarias a las que representan al comienzo del film), se pretende resolver de manera cómoda, superficial, más sensiblera que emotiva, y, apercibido de que su apuesta se queda a medias, de que no consigue levantar una película tan intimista, sentimental e intelectual como pretende, Scott acude a los guiños comunes del cine de la familia: la espectacularidad vacía (explosiones pirotécnicas sin venir a cuento, para empezar, como la del camión introducido con calzador de la forma más artificiosa), los lugares comunes con los que los Scott pretenden “autorizarse” (tonalidades fotográficas azuladas o amarillentas, secuencias bajo lluvias torrenciales, el uso de los vehículos como extensión de la masculinidad, en particular de los potentes camiones plateados y sus remolques superpoblados de ruedas, con el correspondiente ruido atronador) y un par de estimables recursos al humor (los agentes del FBI viendo la tele en casa de Thelma y quejándose cuando su marido cambia de canal y les fastidia su programa preferido, o el policía encerrado en el maletero, presunta masculinidad humillada en un gag con una conclusión mucho menos afortunada) que no bastan por sí solos para sostener un film cuya reputación difícilmente se corresponde de manera rigurosa con lo que destilan sus fotogramas.

Lejos de representar, por tanto, un repunte en la decadente trayectoria de Scott, Thelma & Louise supone más bien un anuncio de lo que ha sido su carrera posterior, jalonada de incoherencia, indefinición, oportunismo y una capacidad técnica muy superior a su madurez como narrador, que hoy sigue siendo tan deudora e insuficiente como veinte años atrás.