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Terror y erotismo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)

En 1970, la mítica productora británica Hammer, célebre sobre todo por sus películas de terror, en especial por sus cintas de Drácula protagonizadas por Christopher Lee y sus horrores de toda condición con Peter Cushing en el reparto, había iniciado ya su imparable decadencia. Los nuevos aires del género, consistentes en rebozar de descarado erotismo y sangre a chorros las evoluciones de vampiros, brujos, monstruos y demás criaturas de la noche, insuflaron un último estertor de vida a un género que iba a renovarse casi por completo en el nuevo Hollywood de los años setenta. Mientras tanto en Europa, al hilo del giallo italiano de Mario Bava y Darío Argento y del cine de Jesús Franco, terror, vampirismo y sexo, desde siempre relacionados, actuaban en explícita conjunción para despertar el miedo y el deseo a partes iguales, y conformar un puzle de sensaciones opuestas pero íntimamente conectadas con las que compensar la falta de garra (aunque no de mordiente, valga el chiste malo...) de una manera de producir películas de terror que se anunciaba ya agotada.

The vampire lovers, cuya traducción en España ha ido variando en función de los temores de la censura (Las amantes del vampiro es el título más extendido y aceptado, aunque por el argumento y el tipo de sensualidad imperante cabe más bien hablar de Las amantes vampiras) está protagonizada por Ingrid Pitt, musa del erotismo terrorífico, o del terror erótico, que interpreta a una apetitosa jovencita descendiente de una vieja familia, los Karnstein, que en el Ducado de Estiria, en Austria, se dedica a seducir, amar y después desangrar a las no menos jóvenes y apetitosas hijas de los ricos hacendados de los contornos. En sus maniobras erótico-vampirizantes no vacila, si sirve a sus intereses, en encamarse con la institutriz de una de ellas o con el mayordomo, al que también exprime como un gorrino. La cuestión es poder seguir con sus tejemanejes vampírico-sexuales sin mayores contratiempos, y sacándole todo el jugo, del tipo que sea, a sus ocasionales amantes.

Además de Ingrid Pitt, caras conocidas y reconocidas del cine británico de la época y también algunas de sus inminentes promesas tienen mayor o menor protagonismo en el relato. A las sinuosas chicas de la partida (Kate O'Mara, Madeline Smith, Pippa Steel, Dawn Addams y Janet Key) se unen los veteranos Peter Cushing (en un pequeño aunque significativo papel), George Cole o el clásico Douglas Wilmer (recientemente fallecido y que diera vida también a otro clásico, Sherlock Holmes) en una breve pero decisiva intervención, el carismático Ferdy Mayne, que pocos años antes había interpretado justamente a un trasunto del conde Drácula a las órdenes de Roman Polanksi en El baile de los vampiros, y Jon Finch, que después iba a protagonizar la versión de Macbeth del propio Polanski o Frenesí para Alfred Hitchcock. Todos ellos participan de una trama en la que, como es costumbre en la Hammer (en coproducción en esta ocasión con la American International Pictures), la labor de ambientación constituye su mejor baza. Con una meticulosa construcción de decorados y una adecuada atmósfera de tinieblas, peligros y amenazas (antiguos cementerios, oscuras criptas, bosques hostiles, corredores en penumbra, dormitorios de ventanas abiertas, noches neblinosas...) se crea el necesario clima para una historia en la que también adquieren importancia los vaporosos y semitransparentes vestidos de las actrices, adecuadamente cortos o largos según la parte del cuerpo que adornen, cubran o deban descubrir. En esta ocasión, sin embargo, y dado el agotamiento de la fórmula narrativa habitual en este tipo de películas, el guion está presidido por el tópico, el lugar común, la falta de frescura y de renovación en las ideas: de nuevo una herencia diabólica entre los descendientes de una antigua familia, otra vez la alarma renacida entre los habitantes de la zona, los ajos, los crucifijos y los colmillos, y de nuevo un grupo de intrépidos hombres de bien dispuestos a acabar de una vez por todas con las demoníacas criaturas clavándoles la estaca (con más connotaciones sexuales que nunca) en pleno escote.

A falta de mayores logros en el guion, en el que ciertos personajes y situaciones quedan inexplicados, abandonados, incomprensiblemente olvidados o marginados, sin que la película dé respuesta, justificación o conclusión a su presencia, buenos son las (tal vez) paródicas claves sensuales del filme.

Así, por ejemplo, la vampira protagonista no muerde en el cuello a sus víctimas femeninas, sino en los pechos, y en plena efusión sexual. Con los hombres, en cambio, es más tradicional, y va directa al surtidor de la carótida, probablemente porque le pilla más a mano. La novedad, la elaboración en el guion, esta vez se limita a esta subtrama erótica, a la definición de las circunstancias en las que la asesina se acerca, engaña y seduce a sus víctimas y a quienes las frecuentan (siguiendo esa máxima hitchcockiana sobre las similitudes entre las secuencias de amor y las de asesinato, en la película se construyen prácticamente del mismo modo, indistinguibles, y a menudo coincidentes), y en las secuencias en las que el personaje de Ingrid Pitt se lleva al huerto al personal. Este extremo, aunque revela una extraordinaria pobreza creativa y liquida de facto una forma de producir, narrar y recrear el género de terror, resulta no obstante de lo más próximo, casi se diría consustancial, al cine vampírico. El sexo, en sus distintas manifestaciones y variantes, es fundamental en el mito del vampiro. Toda su tradición, todas sus claves, toda su estética pueden intepretarse en clave sexual (la metáfora de la penetración o el sexo oral, principalmente, pero también la ligereza de costumbres, la vida nocturna, la promiscuidad, una vida "eterna" de placeres de la carne -y de la sangre- frente a un grupo de estirados tipos victorianos que intenta acabar con esa libertad con represión, con un crucifijo y una estaca en la mano). Insinuado a lo largo de toda la existencia de la Hammer, logrando con ello la apertura en cierto grado del puño de la censura en países como España, que toleraba en películas de terror lo que en otros géneros no aceptaba con tal de que quedara explicitado el terrorífico final de aquellos personajes descocados y casquivanos que merecieran quemarse en las llamas del infierno, en los últimos tiempos de esplendor de la productora este aspecto se volvió mucho más recurrente y explotado comercialmente, en particular con el morbo de las relaciones lésbicas entre chicas de buen ver, como en este caso. Otro elemento a considerar es el incremento en la brutalidad evidenciada en el metraje. A los colmillos y las estacas, se une en este caso la decapitación, secuencias que no reparan en medios y fotogramas para presentar en toda su crudeza el necesario final del vampiro, su muerte definitiva, que al corazón atravesado por una estaca debe acompañar su decapitación con una espada, en la mejor tradición vampírica.

No obstante, exprimida la fórmula hasta la extenuación, la llegada en 1973 de El exorcista supondría el acta final de defunción de una forma de hacer cine popular que, junto con la Universal en los años 30 y la RKO en los 40, quedará en la historia del cine como uno de los más largos, prolíficos y brillantes ciclos del terror tradicional puesto en imágenes, aquel que nos conecta con nuestros miedos (y anhelos) más íntimos, secretos y sinceros, con nuestros horrores (y amores) favoritos.