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Aventuras medievales de ayer y hoy: El halcón y la flecha (The flame and the arrow, Jacques Tourneur, 1950)

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El visionado de esta joya del cine de aventuras sigue resultando de lo más gozoso. Las peripecias y acrobacias de Dardo (Burt Lancaster), el involuntario líder de la revuelta lombarda contra sus tiranos germánicos, atrapan y seducen al espectador tan ávido de películas con contenido como nostálgico del cine de su infancia. A los mandos, uno de los grandes de la serie B, Jacques Tourneur, que con guion del controvertido (políticamente, con el coste que eso supuso) Waldo Salt, dirige una historia breve (algo menos de hora y media) repleta de acontecimientos, plena de encanto, aventura, romance y acción, que bebe de las leyendas medievales para ofrecer un relato moderno y parcialmente innovador. Porque, es verdad, la película se adscribe al grupo de aventuras de cartón piedra ambientadas en el medievo que lograrían cierto crédito en los primeros años cincuenta, casi siempre con Robert Taylor embuchado en la cota de malla. También es cierto que el guion pica un poco de todas partes, toma algo de aquí y allá, del folclore ligado a Robin Hood y de la leyenda de Guillermo Tell, para conformar una historia algo tópica ya incluso entonces. Pero contiene algo que ninguna otra película de aquel o sobre aquel tiempo tienen: una heroína medieval en pantalones. Nada menos que Virginia Mayo, esplendorosa cabellera rubia germana en la Lombardía rebelde.

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Igualmente gozoso es asistir a la acrobática complicidad entre Burt Lancaster, que interpreta a Dardo, el héroe de arco certero, y Nick Cravat, que da vida a Piccolo, su colega mudo de nacimiento, que al modo de Robin y Little John dirigen un grupo de proscritos del poder imperial que dirigen desde el bosque lombardo una revuelta contra el conde Ulrich (Frank Allenby), apodado “El Halcón”, el señor feudal del lugar que proyecta casar a su sobrina Anne (Virginia Mayo) con un noble local arruinado, Alessandro di Granazia (Robert Douglas), una especie de Will Scarlett, para fortalecer su dominio sobre la zona. Hasta ahí, todo normal: el típico argumento, históricamente descontextualizado, en el que se ponen en boca de héroes medievales palabras como “libertad” con un contenido que era imposible que poseyeran, ni para ellos ni para nadie, en el contexto de la Edad Media, con una puesta en escena colorista y dinámica que combinaba los interiores de cartón piedra con un vestuario de leotardos y peinados a lo sota de copas. Pero a partir de estos lugares comunes es desde donde Waldo Salt consigue dotar al guion de algunas notas distintivas y ciertamente osadas: para empezar, Dardo, el héroe optimista y despreocupado, un poco en la línea del Robin Hood de Douglas Fairbanks o Errol Flynn, no es un luchador vocacional por la libertad. Tampoco se nutre exclusivamente de la venganza. Al contrario, Dardo rechaza la lucha, se resiste a intervenir en las cuestiones políticas y guerreras hasta que se ve obligado a ello por una razón personal. Y esta razón no es que su esposa (Lynn Baggett) le abandonara para vivir en concubinato precisamente con el conde Ulrich (tremenda osadía en sí misma el presentar de esta manera una ruptura y una relación extramarital), sino la intención de estos últimos, como respuesta a la muerte de uno de los halcones del conde por una flecha de Dardo, de que el hijo del héroe y de su casquivana esposa (Gordon Gebert) viva en el castillo con esta y su amante para adquirir los modos y maneras cortesanos. Un secuestro de facto que es lo que mueve a Dardo a luchar contra Ulrich, cuestión ajena, al menos al principio, a los asuntos políticos que mueven al resto de sus colaboradores.

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No termina aquí la ligereza sentimental, de todo punto contraria al famoso Código Hays, que abunda en la película. Dardo no echa demasiado de menos a su esposa porque recibe el cariño y las atenciones de toda mujer de buen ver y en edad de merecer de los contornos, casadas o por casar, estando él casado por más que su mujer le haya abandonado. Por supuesto, todo este panorama cambiará con la aparición de Anne, destinada a casarse con un Alessandro que es un superviviente: se casa por dinero, lo mismo que se une a los rebeldes por cálculo, luego los traiciona en busca de su propio beneficio y finalmente se enfrenta de nuevo al Halcón por simple cuestión de supervivencia. Unas dobleces sucesivas en el personaje que lo hacen de lo más sugestivo e interesante, fuera de la planicie de buenos y malos tan frecuente en este tipo de producciones. Por último, Anne, en la hermosura de Virginia Mayo, no se queda encandilada por el físico del héroe o por su nobleza de intenciones a las primeras de cambio. Asimismo secuestrada para servir de rehén en un intercambio por el niño (y encadenada por el cuello), inicia muy pronto una partida de astucias y engaños para intentar liberarse y volver con los suyos. Será progresivamente, cuando conozca la ambivalencia y las dudas, no la integridad y la entereza del héroe, cuando acepte sus sentimientos, y por tanto termine adoptando la causa lombarda. Un lugar común, este sí, que no parte de una joven común: viste pantalones además de costosos vestidos de damisela medieval, monta a caballo como los hombres, con silla de montar de hombre, y su papel no queda reducido al de florero pasivo.

La música de Max Steiner y la colorista fotografía de Ernest Haller (ambas nominadas al Óscar) adornan adecuadamente una trama de acción que alcanza sus momentos más vibrantes en los juegos acrobáticos de Burt Lancaster, entonces en su plenitud física, y Nick Cravat, en exteriores pero, sobre todo, en interiores. Sus combates dentro del castillo, enfrentados a las tropas de Ulrich, son certero preludio de la eclosión final, cuando, camuflados entre una compañía de comediantes, se disponen a abordar el rescate final y el último combate con Ulrich y los ocupantes germanos. Secuencias repletas de acción y humor, plenas del general tono irónico y amable, de la consciente condición de fábula simpática y ligera que impregna todo el filme, en las que Lancaster y Cravat, junto a otros como Normal Lloyd (un bardo agudo y mordaz) y la propia Virgina Mayo introducen el humor en la acción en la mejor tradición de los cuentos y los juegos infantiles en los que el riesgo y la muerte no constituyen una amenaza real. Algunos golpes cómicos protagonizados por los subalternos de Dardo, un poco a la manera de la compañía del bosque de Robin Hood (con su propio Fray Tuck incluido, el cocinero glotón), completan un puzle repleto de colorido, ritmo y acción, música y sonrisas, leotardos y optimismo bajo cuya superficie de evasión late una historia mucho más negra y sórdida, en la que el adulterio y, en general, las relaciones de pareja ajenas a cualquier visto bueno de la autoridad (y a menudo a cualquier noción de amor no carnal) son las que hacen mover los engranajes de la historia.

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