Blog | Por César Ferrero

Sonarán cornetas en el cielo

Mi novia, como yo, le da mucho a la radio. La noche del domingo pasado, 6 de octubre, me comentó que había oído que se celebraba el Día Mundial de las Aves. Y yo, metido en otros asuntos, ni lo sabía. Lo he mirado después: sí, es una fiesta de concienciación de BirdLife Internacional, federación de ONGs pajareras de 120 países, entre ellas la Sociedad Española de Ornitología. Aquí ha habido más de medio millar de actos en 47 provincias, excursiones inclusive. También en Soria.

Ha sido una oportunidad perdida. Porque las aves han marcado mi vida. Sin ir más lejos porque mi primer gran amor, aparte de mis padres –mi hermana no existía aún-, fue una de ellas. ‘El Pipi’, un precioso canario verde y amarillo. Me lo regalaron cuando tenía un año. Dicen, no sé si fue así, que yo le puse el nombre: ‘Pipi’ era una pura onomatopeya, el comienzo de la agradable y repetida retahíla de trinos con la que nos regalaba los oídos varias veces al día.

Vivió siempre enjaulado, pero es que ya nació allí. Alguna vez nos dejamos abierta la portezuela de alambre que lo separaba de la libertad, y nunca se fue. Yo me quedaba prendado de cómo defendía todo lo que quedaba dentro de su pequeño mundo, como un verdadero león. Respondía con una ráfaga de picotazos a cualquier dedo que osase colarse entre los barrotes, lo veía ofensivo...

El primer gran susto que recuerdo en mi vida fue una tarde de viento huracanado. Se nos olvidó meterlo, ¡imperdonable!, y una inexplicable racha sacó su jaula de la alcayata que la sostenía a la pared del balcón. La empujó al vacío, ante mis horrorizados ojos, aunque otro instantáneo soplido en sentido contrario la devolvió dentro y la estampó contra el suelo de la terracita. Él, intacto. Murió con 13 años, lo que viene a ser un humano centenario, y lo enterré con la solemnidad y la inmensa pena de quien ha perdido a su amigo primigenio.

La sonoridad del verano

Para entonces ya tenía una mirada más amplia sobre las aves, que de la mano de ‘El Pipi’ me cautivaron. Devoraba libros y documentales de animales, y me fijaba en las silvestres, claro. Con eso de que vuelan, son los vertebrados más fáciles de admirar. Por ejemplo, en el pueblo, Toro (Zamora), seguía a las máquinas de cortar el viento que son los vencejos. Afilados, imparables. Dando interminables vueltas en círculo sobre la plaza, en grupos, emitiendo su corto y agudo chillido característico. El olfato es el sentido de la evocación, y yo que no lo tengo lo suplo con el sonido: cada vez que escucho un vencejo tengo 10 años, es agosto y estoy en la plaza mayor de Toro.

Bandada de vencejos, como cuchillos cortando el aire (Foto: www.online-utility.org). Bandada de vencejos, como cuchillos cortando el aire (Foto: www.online-utility.org).

Me pasa en menor medida con los trinos y gorjeos de las golondrinas, que se posaban en la antena de televisión de casa de los abuelos y daban su recital desde allí. En el futuro una parienta suya, creo que la especie llamada golondrina cejiblanca, tuvo a bien anidar en la caja de la persiana de mi habitación, en mi época en Posadas (norte de Argentina). Nunca más la usé, yo prefería a los pájaros.

Vencejos y golondrinas, puro sabor a verano. Porque ya de pequeño me di cuenta de que, las veces –menos- que íbamos a Toro en Navidades, gélido en esos meses, ya no estaban. Ni, por aquel entonces, tampoco las cigüeñas. ¡Se esfumaron! Las migraciones, fascinante costumbre de algunas aves con más posibilidades que ‘El Pipi’. Pero, comido por servido: unas se van a África, otras llegan huyendo de las ventiscas del norte de Europa.

Escuadrones en ‘V’

Estén atentos a lo que pasa sobre sus cabezas: uno de los más fabulosos acontecimientos de la naturaleza está a punto de volver a suceder. Están al caer las grullas, semana arriba o semana abajo. Se supone que a partir de mediados de octubre, más en noviembre. Si nos despistamos, ellas mismas nos llamarán: lejanos trompeteos llevarán nuestra mirada hacia el cielo, surcado por las bandadas de estas espectaculares zancudas. Imponentes: 1,4 metros de altura máxima, 2 metros de envergadura alar. Habitualmente en formación de ‘V’, totalmente aerodinámica, en la que los miembros del equipo se relevan y protegen unos a otros del rozamiento, como los ciclistas en un ‘abanico’.

Grullas en la laguna de Gallocanta Grullas en la laguna de Gallocanta

Y no son media docena: de hecho, sea porque los censos son más completos que antes o por lo que fuere, parece que cada vez vienen más. En el viaje de vuelta, ¡135.000! fueron contabilizadas en febrero de este 2013 en la laguna aragonesa de Gallocanta, tradicional zona de paso y, cada vez más, de invernada; dicen que las primeras ya están por allí. Es un movimiento colectivo colosal. Imagínense toda la población de Soria y otra mitad desplazándose miles de kilómetros dos veces al año, sin dejar a nadie en casa y con los hijos de la mano.

Las grullas viven y se reproducen en pantanos de Escandinavia, Rusia y Centroeuropa, básicamente. En octubre, antes de que la nieve, el frío y la oscuridad conviertan su hogar en todo lo contrario a ‘dulce’, se juntan a miles y empiezan a volar hacia el sur, en busca de un clima más asequible y alimento más fácil. Las de la población occidental (Noruega, Finlandia, parte de Suecia, Estonia, Alemania, Polonia) sobre todo van a parar al paraíso extremeño. Hay unos 3.000 kilómetros de distancia…

Grullas a pie, todo parsimonia, todo elegancia (Foto: www.online-utility.org). Grullas a pie, todo parsimonia, todo elegancia (Foto: www.online-utility.org).

En su día criaban en Iberia, pero la última noticia data de 1954, en la desecada laguna de la Janda (Cádiz). Antes se extinguió de las marismas del Guadalquivir. ¿Eran demasiado tímidas para las incursiones humanas? ¿Y aquéllas, no migraban? Hoy, ¿no les saldría más rentable vivir en Doñana y no en Suecia? Ellas son quienes deberían dar explicaciones.

La aventura es extraordinaria. Se juntan en grupos que pueden variar entre unas docenas y unos cientos, y cruzan Europa en unos pocos días o semanas. Paran en zonas húmedas francesas -donde en los últimos años se van quedando cada vez más-, cruzan los Pirineos, habitualmente por el pasaje más bajo, más cerca del Cantábrico. Y de allí, previa escala en Gallocanta o el también aragonés embalse de la Sotonera, siguen fundamentalmente la tendencia suroeste.

La orquesta fantasma

Durante el viaje desembarcan a descansar, a veces a miles. A mediados de los 90, cuando estudiaba en Pamplona, una noche otoñal salí a correr por una carretera poco transitada que lleva a la vecina localidad de Noain, donde está el aeropuerto. Noté algo raro a mi alrededor, una especie de amago generalizado de inicio de concierto, como si la parte de viento de una orquesta sinfónica fantasma calentase para una función entre las sombras. Al día siguiente lo entendí: la foto de portada de ‘Diario de Navarra’, diurna, inmortalizaba desde un cerro la carretera que luego pisé yo, y los campos repletos de centenares de ‘damas grises’, que pasaron un par de días por allí.

La grulla, armonía pura (Foto: www.online-utility.org). La grulla, armonía pura (Foto: www.online-utility.org).

Qué característico, es ese sonido de la grulla. Onomatopéyico también, como el nombre de mi canario: Grus grus, es el nombre científico de la grulla común. “¡Grrúu, grrúu!”, diríamos que suena, comunicando a sus individuos con una potencia descomunal, audible hasta a 5 kilómetros, muy útil, por ejemplo, en estas grandes odiseas. Su instrumento es una tráquea inmensa, tanto que le gana terreno al esternón y se convierte en toda una corneta de heraldo medieval.

Pasan por Soria, por supuesto. Algunas se detienen, por ejemplo en el Campo de Gómara y las lagunas en torno a Aldealafuente. Y cruzan muchas otras provincias, a veces en trayectorias ilógicas que en cambio van a morir fundamentalmente a las dehesas de Cáceres, Badajoz y, en menor medida, Córdoba, que concentran el grueso de la población occidental de la especie. Para mí, otro misterio. Las grullas orientales, que bajan por Hungría, terminan entre Egipto y Eritrea.

Invierno sosegado

Lo cierto es que, entre diciembre y enero, apenas se mueven. Pasan el día en las llanuras de árboles dispersos, comiendo, sobre todo vegetales –raíces, semillas, bellotas, aceitunas, tubérculos…-, pero también algún animalillo desprevenido, como caracoles, insectos y lo que se ponga a tiro. Al atardecer, vuelo corto de pocos kilómetros y a descansar en zonas más tranquilas, aunque sean llanuras peladas como la de Noain. Si pueden metidas en charcas, donde merced a sus zancos pueden dormir de pie, a salvo de muchos peligros.

Acercarse a cualquier dehesa extremeña en diciembre o enero es una delicia para cualquiera que lleve unos catalejos, o mejor un telescopio. Aunque sean muy huidizas, la óptica nos aproximará a esas damas estiradas, vestidas de gris claro, de andares pausados y elegantes. Nos acercará a la mancha blanca de las mejillas, sobre fondo negro, o ese penacho también oscuro que parecen lucir en la cola, que no son otras que las descomunales plumas de las alas, ahora plegadas, que sobresalen. El cogote es rojo pasión, pero no se trata de plumas: aunque no se note, ¡son calvas!, y ese color es producto de la circulación sanguínea; como cuando nos ruborizamos, pero a tope.

Típica formación en 'V' de las grullas en vuelo (Foto: www.online-utility.org). Típica formación en 'V' de las grullas en vuelo (Foto: www.online-utility.org).

La vida se mueve en círculos

Entre las parejas, que son estables, advertiremos individuos más bajitos y menos llamativos, habitualmente uno máximo por dúo de adultos. Se trata de los jovenzuelos, nacidos en la última primavera. Con escasos meses de vida han superado la primera prueba de fuego, como demuestra su mera presencia: el incierto viaje desde sus lejanas tierras natales. Aprenderán el recorrido, lo codificarán y recordarán, como hicieron sus antepasados, como harán sus descendientes.

Y también el de vuelta: a finales de enero, pero sobre todo en febrero y principios de marzo, los escuadrones de damas grises nos abandonarán. Más de golpe de lo que vinieron en otoño, porque hay cierta prisa por volver a los humedales bálticos, ya más acogedores con el alargue de los días: hay que elegir territorio, construir el nido, poner un par de huevos, continuar el ciclo. Las dehesas aparecerán en parte tristes, en parte alegres con el primaveral retorno de los viajeros africanos. Pero que haya fe: pasado el verano, una tarde cualquiera, como una señal divina, sonarán cornetas en el cielo. 

(Dedicado a mi Txabalita)