Blog | Por César Ferrero

La otra Cebollera y su reliquia botánica

A la izquierda, la meta A la izquierda, la meta

Aunque no hubiera nada arriba, que no es el caso, siempre llamaría la atención subir a un pico llamado ‘Tres Provincias’. El nombre lo dice todo, tiene que ser un lugar especial. El último fin de semana, concretamente el domingo 11 de enero, un amigo y yo nos encaramamos a uno de los que hay repartidos por la geografía ibérica, exactamente el del vértice del mapa de la Comunidad de Madrid. En su cima confluyen también los territorios de Segovia y Guadalajara. Los mapas nos los hemos inventado los humanos, pero psicológicamente no es una subida cualquiera, es como si puntuara más de lo normal.

No es el único, ya lo hemos dicho. Sin ir más lejos, está el propio Tres Provincias de Urbión, donde se juntan Soria, La Rioja y Burgos. O el Mojón de las Tres Provincias de la Cordillera Cantábrica, selecto apretón de manos entre Palencia, León y Cantabria. O la pirenaica Mesa de los Tres Reyes, donde según la leyenda podían sentarse a negociar los monarcas medievales de Francia, Aragón y Navarra sin abandonar ninguno de ellos su respectivo territorio. Pero de todos estos, el Tres Provincias de Somosierra (2.129 metros) es el único donde no solo se juntan provincias o reinos, sino también autonomías: Madrid y las dos que empiezan por Castilla.

Enfrente, el chorro de Somosierra Enfrente, el chorro de Somosierra

Es curioso asimismo que tanto en Soria como en Somosierra haya dos picos llamados igual, y que esto se repita con el segundo nombre del madrileño: Cebollera, más concretamente Cebollera Vieja. Más allá de divisorias políticas sobre el papel, físicamente está ubicado en el extremo oeste de la Sierra de Ayllón, que hacia el lado opuesto toca también con Soria y la Sierra de Pela. Todo me produce indirectas reminiscencias sorianas, potenciadas por el hecho de que me acompaña un nativo de la capital del Alto Duero.

Evidentemente, al Cebollera Vieja se puede ascender por varias de sus vertientes, pero nosotros usamos la vía más habitual, desde el mínimo pueblo también llamado Somosierra, el más alto de la región madrileña (1.433 metros). A pesar de la ruidosa cantinela de la autovía A-1 que pasa al lado, este rincón en torno al puerto homónimo –que comunica las dos mesetas- es magnífico. Sobre todo a la orilla este de la carretera, donde se encuentra la cumbre. En poquísimos kilómetros cuadrados coincide un puñado de maravillas. Por ejemplo, el nacimiento del tan segoviano río Duratón (ladera oeste del Tres Provincias), en sensacional cascada; el afloramiento del río Jarama (ladera sureste), tan madrileño; dos de los hayedos más al sur de Europa, el de Montejo y el de Tejera Negra; y unas vistas generales de escándalo. Vale la pena acercarse, mucho más allá de la anécdota geográfica.

Primer desvío: a la izquierda Primer desvío: a la izquierda

En dos horas y media, hecho

Eso, unos 150 minutos tranquilos pero sin paradas, es lo que nosotros tardamos en alcanzar el vértice geodésico tripartito. Es una marcha apta para todos los públicos, que tiene la meta 700 metros más arriba que la salida. Con descansos, especialmente válidos en el único kilómetro verdaderamente empinado, saldría algo más de tiempo, pero no muchísimo más. Para el descenso, si es por el mismo camino, haría falta poco más de hora y media extra, para un total de 4. Íbamos con cierta expectación, sin poder calcular la cantidad de nieve que nos podíamos encontrar. Es que semanas antes tuve una buena dosis en la Cebollera sorianoriojana. Sorprendentemente o no, apenas había nada, salvo en zonas muy sombreadas y los últimos minutos hasta la cúspide. Para ser invierno, me pareció hasta preocupante.

Las instrucciones son sencillas, porque la Sierra de Ayllón está llena de tajazos en forma de caminos forestales, algunos muy altos. La subida empieza tras dejar el coche en la gasolinera de Somosierra, y tomar la hormigonada pista con una verja de hierro que empieza ahí, ascendiendo con cierta fuerza en ese primer tramo. Pronto pasaremos junto a un depósito de aguas, y el firme se convertirá en tierra ‘para siempre’.

Inicio medio escondido del sendero empinado que comunica con la cuerda Inicio medio escondido del sendero empinado que comunica con la cuerda

En la ladera de enfrente, rocosa y que queda a nuestra izquierda, vemos la parte superior de las citadas cascadas de Litueros o de Somosierra. Esta chorrera, considerada la más alta de Madrid, la forma el arroyo del Caño, que instantáneamente va a morir en el de arroyo de las Pedrizas, formando el nacimiento del Duratón. Desde Somosierra pueblo también se llega a su base enseguida, siguiendo simplemente por la vieja carretera nacional, en menos de un kilómetro de descenso; hay un caminito a la derecha que nos deja en el agua.

Volvamos a la subida. Tras otra verja nos internamos en un pinar de pino silvestre, de repoblación. Ya habremos advertido que todo el monte está aterrazado, hasta muy, muy arriba; en algunos puntos hay coníferas plantadas. En otros nada, y las terrazas están tomadas por los arbustos. Tras unos metros, damos con la primera de las pocas bifurcaciones: desembocamos en otra pista que tomamos hacia la izquierda, y que un rato después se vuelve a dividir. Esta vez seguiremos la opción de la derecha, más empinada. Por ahí saldremos del pinar y encontraremos algunas curvas de herradura que nos van haciendo ganar metros.

Buscando la 'pista de arriba'; abajo, puerto de Somosierra y planicie segoviana Buscando la 'pista de arriba'; abajo, puerto de Somosierra y planicie segoviana

Un rato de exigencia

Tras otro pequeño bosquete, la pista se convierte en llana y recta, y avanza hacia nuestra izquierda, dirigiéndose directamente hacia el Cebollera Vieja. En algo más de un kilómetro, atentos a nuestra derecha: un sendero no muy claro y muy radical, marcado en el suelo por mínimos hitos, sale en busca de más altas cotas (véase foto). Por si nos pasáramos de largo, solo unos pasos después del desvío encontraríamos el arroyo de las Pedrizas y una curva bastante clara hacia la izquierda. Así que, si nos topamos con esto, media vuelta y a buscar mejor.

El sendero empinado, que nosotros probamos con nieve helada, sube en perpendicular a las terrazas de la ladera durante unos cientos de metros, y tiene una especie de menhir o ‘colmillo gigante’ a la mitad. Por fin, da a otra pista ancha, que seguiremos hacia la izquierda. Cuando ésta se extinga, en una zona de afloramientos rocosos, tranquilamente iremos monte a través en busca del lomo del cordal, arriba a nuestra derecha, y allí hay otra pista amplia que conduce hacia la suave cima en otra media hora.

Veleidades del agua gaseosa Veleidades del agua gaseosa

Si no abandonamos ese camino, rodearemos la cumbre y, cuando la pista baja unos metros, otro desvío a mano derecha nos lleva arriba del todo en un par de minutos. Primero encontraremos una roca con una placa en homenaje a los agentes forestales, con los escudos de las tres provincias que allí se unen, y unos pasos más arriba el vértice geodésico, que el domingo 11 de enero aún cobijaba en un hueco un pequeño belén.

Justo ahí arriba nos tocó niebla espesa, a pesar de que durante toda la jornada disfrutamos casi siempre de sol. Por eso, las mejores vistas las obtuvimos un rato antes, por el cordal. Guadarrama entera al oeste, la meseta castellana al norte, y hacia el este la espectacular cuerda que enlaza con el alcarreño Pico del Lobo, muy salvaje y que es reserva natural. Lástima que el día sea aún tan corto, porque nos queda pendiente una excursión hacia allí. El Lobo es el techo de Guadalajara (2.274 metros), y por cierto que el Cebollera Vieja es otro de los punteros de la provincia castellanomanchega.

Sorpresa boscosa

Ahí está el cilindro Ahí está el cilindro

Para volver, lo previsto por nosotros era desandar lo andado. Preparándolo mejor, podríamos haber bajado hacia las cascadas, que es una clásica ruta circular. Pero improvisamos, sin mapas, ni GPS, ni nada. Inventarte la vuelta sobre la marcha suele ser agradecido, si la visibilidad es máxima como nos tocó a nosotros. Simplemente, empezamos a retornar sobre nuestros pasos, pero cuando llegó el desvío lo ignoramos. Seguimos unos kilómetros esa misma y ancha pista que va por todo el descendente cordal, hacia el sur. Es alucinante, pero las cuatro torres de Madrid capital se ven también desde allí, a 90 kilómetros, convertidas por el efecto óptico en único y enorme monolito. También se apreciaba la famosa ‘boina’ de mierda flotante de la urbe, especialmente nutrida últimamente.

Cuando nos pareció, en una parte de la cuerda ya mucho más baja y flanqueada por un pequeño muro de piedra, nos metimos hacia la derecha (oeste), monte a través. El pueblo se veía lejos, pero parecía accesible. El objetivo: cruzar aquel universo de piorno, retama y pinar y dirigirnos a explorar un bosque caducifolio claramente distinguible del resto, en una ladera que muere en la vieja N-I, ya cerca de las casas. Lo más parecido a la vegetación autóctona que se intuye en muchos kilómetros a la redonda.

Al llegar a él, estaba alambrado, pero con ‘puntos débiles’. No nos imaginábamos la maravilla que nos topamos. Sobre todo está formado por robles, pero también hay muchos abedules, quizá mi árbol favorito, con ese tronco blanco, habitualmente fino y salpicado de una especie de llagas negras. El suelo sonaba, tapizado de todas las hojas secas posibles; y el toque verde lo aportaban grandes y tupidas matas de acebo, como delegaciones de Garagüeta.

Abedul de siglo y medio, en la Dehesa Boyal de Somosierra Abedul de siglo y medio, en la Dehesa Boyal de Somosierra

Y de pronto, una especie de mojón de carretera nos sorprendió en mitad de la floresta. Está colocado al lado de un grueso tronco, y lleva un cartelito, donde dice ‘Betula alba. Árbol singular de la Comunidad de Madrid. Nº 17’. Es el nombre científico del abedul, y fijándonos mejor descubrimos que el arbolaco es de esta especie. Es que parecía un roble, porque su tronco está grisáceo, por la vejez y los líquenes. Tiene unos 150 años, según el catálogo que consultaré luego en casa.

Sin darnos cuenta, nos habíamos metido en la Dehesa de Somosierra, Dehesa Boyal o 'Dehesa Bonita', uno de los más preciosos bosques de Madrid, poco conocido y donde durante siglos han pastado vacas y caballos, como sigue sucediendo. Relíctico, las condiciones climáticas parecen haber trasplantado un cachito de bosque atlántico aquí, tan al sur. Internet dice que hay otros cuatro árboles singulares en este entorno: dos mostajos, otro abedul y un acebo inmenso.

Finamente tuvimos que superar una cancela, cerrada a conciencia con cuerdas bien atadas, para dar con la antigua N-I y comprobar que efectivamente el núcleo urbano estaba ahí al lado. La casualidad nos había puesto delante solo a uno de los cinco árboles singulares, aunque los de alrededor, más modestos, forman un conjunto sin desperdicio. Otro plan que queda para explorar en el futuro, con más conocimiento.

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