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La guerra sucia (y desnuda): Los señores del acero (Flesh & Blood, Paul Verhoeven, 1985)

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Tras la excelente acogida crítica y la gran repercusión a nivel de premios de varias películas de Paul Verhoeven en los Estados Unidos –Delicias turcas (Turks fruit, 1973), nominada al Óscar a la mejor película de habla no inglesa; Eric, oficial de la reina (Soldaat van Oranje, 1977), nominada al Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa; y El cuarto hombre (De vierde man, 1983), premiada en Toronto-, era cuestión de tiempo que el director neerlandés diera el salto a Hollywood. Iniciados los contactos con Francis F. Coppola y Steven Spielberg, Verhoeven iba a aceptar el encargo de dirigir nada menos que El retorno del Jedi, la tercera parte de la trilogía original (y única digna) de Star Wars, de la que finalmente se encargó Richard Marquand. Abortada esta posibilidad, la desaparecida Orion Pictures ofreció a Verhoeven la opción de dirigir una película en Europa coproducida por Hollywood. El resultado, Los señores del acero (Flesh & blood, 1985), es un compendio de antiguas ideas y proyectos de Verhoeven, un conglomerado que aunaba el previo interés del director, de los tiempos en que trabajaba en televisión (de hecho la película estuvo en principio pensada como serie televisiva), por llevar a la pantalla la crudeza de la Europa medieval, un guion sin terminar llamado Los mercenarios, y un argumento inspirado en el histórico asedio de la ciudad de Münster, comunidad anabaptista capitaneada por Jan van Leiden que desafió a la autoridad Imperial en los primeros tiempos de la Reforma Protestante. Verhoeven situó su historia algo antes en el tiempo (1501) y la deslocalizó geográficamente para atender los requerimientos de los coproductores norteamericanos, con los que sostuvo durísimas negociaciones de tensión sólo comparable al continuo enfrentamiento que mantuvo con los coproductores españoles del filme. Finalmente, las altas dosis de violencia y sexo contenidas en el guion fueron aceptadas por Orion a cambio de sustituir los apellidos holandeses de los personajes por anglosajones, y por no especificar el escenario concreto de la acción. Así, los nombres italianos y anglosajones coinciden con una guerra indeterminada en un lugar que podría ser Italia y para el que se utilizaron localizaciones españolas, en las provincias de Cuenca y Ávila, y un reparto multinacional.

El reparto fue la segunda batalla de Verhoeven con los productores del filme. Peleado con Rutger Hauer, con el que se enfrentó a lo largo de todo el rodaje, el interés de los productores de mantener la dupla actor-director que tantos éxitos se había apuntado en los años precedentes obligó a que Martin, el jefe de los mercenarios casi convertido en santo, fuera interpretado por el actor holandés. Su inicial compañera en el reparto, la sensual Rebecca De Mornay, salió del proyecto cuando los productores se negaron a que Tom Cruise, su novio de entonces, interpretara a su prometido en la película, Steven, papel que recayó finalmente en el inexpresivo y guaperas Tom Burlinson. La participación española, con la que Verhoeven siempre estuvo a disgusto (trató especialmente mal a todo el equipo técnico y artístico español), consistió en Simón Andreu (Miel, uno de los mercenarios), Fernando Hilbeck (el villano Arnolfini, padre de Steven) y Marina Saura (hija del pintor Antonio Saura), una de las prostitutas que acompaña a las tropas, además de la dirección artística de Félix Murcia y el vestuario de Yvonne Blake.

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El pensamiento de los productores norteamericanos, holandeses y españoles consistía básicamente en que Verhoeven levantara una película barata que pareciera una superproducción (y más cuando la sección española, que prometió un centenar de caballos para las secuencias de batalla, entregó apenas una docena). Con siete millones de dólares, Verhoeven tuvo que diseñar una película que recogiera estéticamente el convulso periodo fronterizo entre la Edad Media y la Edad Moderna protagonizado por hombres tan crueles como piadosos: la barbarie, el fanatismo y las referencias clásicas, las guerras de religión y la peste, las relaciones de poder y la permanencia del feudalismo. El referente, una vez más, como en buena parte del cine histórico, fue la pintura: Brueghel el Viejo y Rembrandt para la puesta en escena y la iluminación del director de fotografía Jan de Bont, y Durero para el vestuario, una combinación de suntuosidad y suciedad como síntesis de las luces y sombras del salto de la edad oscura al Renacimiento, y en el que pudiera resaltar adecuadamente la sangre. En este contexto, un grupo de mercenarios al servicio de las tropas (católicas) de Arnolfini (Fernando Hilbeck), capitaneados por Martin (Rutger Hauer), le ayudan a conquistar una ciudad amurallada (en realidad, Ávila) en el marco de un conflicto guerrero-religioso en la Europa Occidental bajo la promesa de disponer de veinticuatro horas para saquear las casas de los ciudadanos ricos. Lograda la victoria, el ambicioso Arnolfini les traiciona, los desarma, los expulsa de la ciudad y los dispersa, y ellos como represalia, secuestran a Agnes (Jennifer Jason Leigh), la prometida de conveniencia de su hijo Steven (Tom Burlinson), un muchacho más interesado en la ciencia y en el progreso que en las armas, más en Leonardo Da Vinci que en las batallitas de su padre. A partir de este punto es desde donde se abre el interesante abanico de perspectivas que contiene la película.

En primer lugar, está la cuestión religiosa. Uno de los fenómenos que presenta la película es el del fanatismo interesado, esto es, la fabricación ad hoc de un credo religioso que, fundamentado en un hecho fortuito y completamente desprovisto de todo contenido sobrenatural (en este caso el descubrimiento, enterrado en el barro, de una estatua de San Martín, el único santo provisto de espada), es sin embargo interpretado como una señal divina y asumido como bandera y programa de vida. Esto hace que el grupo de mercenarios, que se vendía al mejor postor, se dote de una “ideología” fanática y elija a Martin, el personaje de Rutger Hauer, no ya como estratega militar o mejor guerrero del grupo, sino como santo, como papa, como gurú. Por supuesto, lo primero que Martin va a hacer en su nuevo cargo es utilizar esta circunstancia a su favor: después de violar a Agnes, celoso de que los demás puedan hacer lo mismo, no desaprovecha su nueva autoridad para manipular las circunstancias y, por un lado, reservarla para él y, por otro, dirigir las actividades del grupo hacia otros intereses que lo distraigan, la conquista de un castillo (el castillo de Belmonte, en Cuenca), que a la postre significará su ruina. En este aspecto, destaca la paradoja de dos crudos suicidios que protagonizan dos personajes aparentemente piadosos (el suicidio es pecado mortal, por supuesto…), el de la madre que se arroja con su hija desde la torre para no caer en manos de los conquistadores, y el de Miel, el mercenario homosexual (pareja del que interpreta Bruno Kirby) que utiliza la pared para empujar la espada que acaba con su vida. Estos actos sugieren unas relaciones del individuo de aquel tiempo con la religión mucho más laxas y aparentes que verdaderamente consecuentes con una presunta creencia sólida. Este hecho queda subrayado ironicamente tras la primera relación sexual consentida de Martin y Agnes: antes de ella, Martin ha impuesto a su grupo una vestimenta que incluya el rojo; después, sin embargo, ambos asumen el blanco, ella como virgen y él como papa de esa nueva religión de bolsillo que se han creado para su propia conveniencia y cuya doctrina el cardenal del grupo (Ronald Lacey, famoso por hacer de nazi enfrentado a Indiana Jones) va improvisando sobre la marcha gracias al alcohol y a sus brotes de inspiración a la vista de la estatua armada de San Martín.

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En segundo término, está la duplicidad del personaje de Agnes, mitad santa inocente, mitad ramera sin escrúpulos. La naturaleza del personaje es, inicialmente, la de una superviviente. Desde el principio se revela como la más inteligente de los personajes, capaz de calcular posibilidades y maniobras incluso en las situaciones más dolorosas y amenazantes. Así, en la secuencia de la violación colectiva sabe cómo conseguir eludir al grupo cediendo en entregarse a su líder. A partir de este momento, la dependencia sexual de Martin es absoluta respecto a ella, pero Agnes conserva durante todo el metraje un carácter dual: sin duda disfruta de su nueva situación, tanto por los peligros que con ella logra evitar (en particular, los apetitos sexuales de Summer, otro de los mercenarios intepretado por John Dennis Johnston) como por el mismo placer que Martin proporciona a una joven mujer que unos días antes lo desconocía todo sobre el sexo. Sin embargo, en ningún momento renuncia a recuperar su antigua condición de virginal prometida de Steven si le conviene, es decir, si el sitio al que las tropas de los Arnolfini ponen al castillo termina con éxito y ha de volver a desempeñar el papel de moneda de cambio entre su poderosa familia y la de los Arnolfini. El personaje de Agnes es, sin duda, el más interesante y complejo del filme, y ni siquiera en su desenlace logra desentrañarse por entero cuál es su verdadero sentido e intención, lo que constituye sin duda uno de los mayores aciertos del guion, fenomenalmente respaldado por una sobresaliente interpretación de Jennifer Jason Leigh.

Magnífica en cuanto a ambientación aunque algo escasa de medios (pocas tropas, escasa caballería, en las secuencias de batalla), con algunos momentos incluso risibles que denotan escaso interés y nula elaboración en la traducción del guion a imágenes (como los “palos” con los que se supone que los asaltantes bloquean las ruedas de unos carros pesados en la secuencia del secuestro), o incluso a diálogos (cuando Martin ve a Karsthans, el mercenario que interpreta Brion Jones, atravesado por una lanza, le pregunta: “¿qué te ha pasado?”, y Karsthans le responde “no sé, estoy sangrando”, justo antes de que lo ensarten dos veces más), la música de Basil Poledouris rubrica estupendamente un fresco de época que además de ser una cinta de acción, violencia y sexo proporciona herramientas y estímulos para aproximarse con cierto tino e interés al complejo y contradictorio pensamiento de la época, un tiempo en que, como ahora ocurre con las ideologías, el único valor de la religión consistía en proporcionar pretextos para imponer distintos conceptos en cuanto a los distintos grados posibles de acumulación del poder y, por consiguiente, de la riqueza. A pesar de ello, el exceso de violencia y la crudeza con que se retratan las secuencias de sexo (en especial las violaciones, aunque también escamaba la ambigüedad moral de una joven “inocente” como Agnes, obviamente menor de edad…), por un lado, y la irregularidad en el acabado, por otro, hizo que en algunos países la película tuviera una circulación muy restringida y en otros incluso no llegara a proyectarse hasta que el boom de Verhoeven en Hollywood, Robocop (1987), aconsejó comercialmente su recuperación. Lo cual, involuntariamente, ayudó a probar la tesis de fondo de Los señores del acero, lo voluble de las relaciones entre ideología o sentimiento y capital según de dónde venga el viento y a qué lado del escenario se sitúe cada uno.