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Hechizos, pasiones y mandobles medievales

The lord of war

El pasado 2015 se cumplieron cincuenta años del estreno de El señor de la guerra (The war Lord, Franklin J. Shaffner, 1965). No tiene nada que ver con la peliculita de Nicolas Cage del mismo título -nos referimos al título español-, estrenada en 2005. Tampoco, afortunadamente, es una película más de aventuras medievales años 30 o años 50, con leotardos y sedas, armas de cartón y decorados de papel y telón, que entremezclan aventura, acción y romance. En 1965, y antes de comenzar su gran etapa como director (El planeta de los simios, 1968, Patton, 1970, Nicolás y Alejandra, 1971, Papillon, 1973), Franklin J. Shaffner (que firma la película sin la “J”) llevó a la pantalla una historia sombría, violenta y perturbadora que con el tiempo ha adquirido el perfil de obra de culto, tanto por la abundancia y complejidad de los temas tratados como por su atractiva factura visual, al mismo tiempo que se ha convertido en una de las películas de referencia imprescindible en cuanto a la traslación del medievo al cine se refiere, buscando tanto el realismo, en este caso, del siglo XI como haciendo hincapié en la atmósfera de oscuridad, misterio y paranoia existencial que convencionalmente se identifican con determinados periodos de la Edad Media, especialmente en torno al mítico año 1000.

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Crysamon de la Cruz (Charlton Heston) es un afamado guerrero normando al servicio del duque de Gante, que en premio por su fidelidad y su buen hacer en combate le obsequia con el señorío de una remota zona de la costa de Normandía, un terreno pantanoso repleto de bosques, lagunas y marismas, habitado por una población semisalvaje que vive bajo la amenaza constante de las brutales incursiones de los frisones, un pueblo que vive a dos días más allá del mar y que periódicamente asola las costas llevándose un botín de animales, riquezas y mujeres. Lejos de considerar que sus nuevos dominios son poco premio a sus méritos, Crysamon, cuya familia perdió todo lo que tenía cuando tuvo que aportar sus tierras y haberes para el rescate de su padre, prisionero precisamente de los frisones, siente su toma de posesión como el primer paso en la recuperación de la gloria y el esplendor perdidos por su familia. Para el duque de Gante, además, es la forma de asegurar militarme la zona gracias a la presencia de las mesnadas de Crysamon, junto a las que llega a su Torre justo en el momento de repeler un ataque frisón. Este planteamiento inicial, no obstante, se enriquece súbitamente con múltiples líneas narrativas que convergen en una trama que se conduce sin descanso, con un excelente pulso y una sucesión continua de escenas y secuencias en ningún momento gratuitas ni contemplativas, que siempre aportan contenido dramático o emocional indispensable para el desarrollo de la historia y para la excelente construcción de unos personajes complejos, ambivalentes, profundamente humanos, capaces de mostrar con gestos, miradas o pequeñas pinceladas de diálogo una naturaleza esencialmente contradictoria, sólida, veraz, hasta el punto de componer lo que parece más un fresco psicológico de toda una época que la habitual entrega de los guiones de Hollywood al espectáculo fundamentado en los deseos del público.

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Es tanto el caudal narrativo y dramático de la historia, que conviene esquematizar para tomar conciencia de la amplitud, variedad y riqueza de sus múltiples ramificaciones, todas las cuales se entrelazan e interaccionan para construir un todo caleidoscópico, un universo casi casi perfecto. En su primera salida para cazar junto a sus caballeros, Crysamon descubre a una cuidadora de cerdos, Bronwyn (Rosemary Forsyth), de la que se queda prendado tras rescatarla del río y mirarla desnuda. El mandato expreso del duque de Gante al entregarle sus nuevas tierras, “Pórtate bien con tus vasallos; cuida de tu gente”, obliga en cierto modo a Crysamon a proteger a la bella joven de los deseos sexuales de sus compañeros de cacería -precisamente-, que ansían disfrutar -con permiso o no- de las blancas carnes de la muchacha. En este punto se introduce una cuña de resentimiento, rencor y rivalidad entre Crysamon, su hermano Draco (Guy Stockwell) y otros de sus mesnaderos (James Farentino, John Anderson, Sammy Ross), que irá creciendo por éste y otros motivos, en una espiral de encuentros y complicidades, y desencuentros y amenazas, fundamental para el desenlace de la historia. El creciente deseo, casi obsesivo, de Crysamon por Bronwyn, que es la hija adoptiva del patriarca de la aldea, Odins (Niall MacGinnis), y que está prometida a su hijo, empieza a erosionar la relación de Crysamon tanto con sus hombres de confianza como con sus vasallos. Es su hermano Draco, no obstante, quien encuentra la solución: dado que sus nuevos vasallos son paganos que adoran todavía al Árbol y la Piedra y mantienen vigente la tradición de la prima nocte, Crysamon podrá gozar de los encantos de la muchacha en su noche de bodas sin violar el mandato del duque de Gante y sin contravenir las relaciones con sus vasallos, respetando unas creencias paganas que, en lo demás, desprecia. Sin embargo, Crysamon pasa del deseo carnal al amor apasionado por la joven, y se niega a que su derecho se agote tras una única noche, deseando conservar el amor de la muchacha para siempre. El renconr de los vasallos por la violación por parte de su señor de una ley local les echará en brazos de los frisones, que volverán para acabar con Crysamon y sus tropas.

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Este relato lineal de la trama, sin embargo, deja muchos cabos sueltos que merecen atención. En primer lugar, la espiritualidad de señores y vasallos: en la aldea vive un sacerdote (Maurice Evans) que en el culto mezcla los dogmas cristianos con los ritos y ceremoniales ancestrales de raíz consuetidinaria y cultura céltica y druídica, a fin de mantener a su parroquia bajo sus mandatos y consejos, y lograr una convivencia pacífica. En estos ritos se mezcla el culto a la naturaleza con la idea de Dios, y también con el prejuicio de los recién llegados hacia rituales y comportamientos que identifican con la brujería (Bronwyn será tachada de bruja, y el amor de Crysamon, como hechizo, en no pocas ocasiones, con el riesgo que ello implica para su vida). Por otro lado, la película ofrece una concienzuda reflexión sobre las relaciones de poder entre quienes lo ostentan y quienes lo sustentan, el pacto que coloca a cada uno en su lugar y las reglas de compromiso que mantienen el statu quo que permite la supervivencia. La ruptura del pacto por parte del señor justifica la acción del pueblo de cambiar su lealtad y favorecer al enemigo de costumbre para librarse de la tiranía que, lejos de haberlos protegido, los ha sometido de manera tan o más brutal que sus antiguos invasores. Por otro lado, encontramos el matiz que enfrenta a Crysamon con sus compañeros de correrías, exceptuando a Bors (Richard Boone), su leal seguidor ya desde los tiempos de su padre, que en la ociosidad y la vida de recreo alejada de los combates pierden el sitio y comienzan a mostrar sus instintos bélicos contra un señor del que no obtienen los parabienes y las recompensas que esperaban. Una vez vueltos los frisones, recuperada la actividad física del combate y la muerte, estos mismos soldados recuperarán su ciega lealtad por su señor. Por otra parte, encontramos al príncipe frisón que ha quedado aislado en poder de los hombres de Crysamon y que, ocultando su identidad, ha sido acogido como futuro bufón o atracción para el grupo de guerreros. Alejado de sus congéneres, prisionero, el niño se convertirá en la razón que encontrarán los frisones para unirse a los aldeanos en su lucha contra Crysamon y sus hombres, pero, en su psicología, el pequeño da la impresión de haber pasado página y haberse hecho a la vida con sus nuevos dueños, sin nostalgia, sin echar de menos a su padre y al futuro papel que le corresponde en su pueblo, sintiéndose uno más del grupo especialmente cuando Crysamon corta las ligaduras que le rodean el cuello y que le hacen vivir como el perro de Volc, el bufón. Su evolución, del odio a la conversión, es otro de los pilares psicológicos del filme. La película, por último, ofrece una visión del sexo en la pantalla muy moderna para 1965, en pleno derrumbamiento del sistema de estudios y con el código Hays como rémora que nadie deseaba ya tener en cuenta. Si bien no hay escenas de sexo ni desnudos explícitos, las alusiones a la cópula o al acto sexual son directas, no se disfrazan (“yacer” lo llama Crysamon, en lenguaje casi bíblico), pero lo más llamativo y contradictorio con la tradición cinematográfica anterior, lo más perturbador y uno de los mayores y mejores aciertos en el magnífico retrato psicológico que la película hace de personajes y situaciones, es que Bronwyn, que siente el deseo y el acoso de Crysamon en los primeros momentos, no solo cede a sus apetitos sexuales, sino que llega a compartir sus sentimientos, apartándose del futuro que Odins y su hijo habían diseñado para ella y abrazando la causa romántica de Crysamon, cuyos estado, ejército y posición frente al duque de Gante son puestos en riesgo por los frisones y también por seguir los dictados, primero de su entrepierna, y luego de su corazón.

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La película cuenta con una estupenda labor de dirección y con unas interpretaciones muy solventes. Charlton Heston (feo como el solo con el pelo cortado a cacerolo) compone eficazmente el personaje de guerrero sometido a sus instintos, violentos, sexuales o amorosos; resulta a un tiempo tosco, visceral y sensible, despiadado, valiente y tierno. Rosemary Forsyth se muestra perfectamente acoplada a su rol de muchacha temerosa y frágil, entregada posteriormente al amor y la pasión recién descubiertos en un hombre por el que sentía pavor y devoción al mismo tiempo, tanto por su persona en sí como por su posición en la sociedad, la encarnación más visible y cercana del poder que se cierne sobre la vida de un simple vasallo. Richard Boone se lleva la película de calle en cada una de sus apariciones, fuerte, con el rostro marcado por una cicatriz, siempre silencioso, leal para con su señor, dispuesto a enfrentarse a amigos o enemigos para defenderlo, o a seguirle a ciegas hasta la muerte si es preciso, y siempre con una sentencia oportuna entre los labios que deja clara su sabiduría y su clarividencia en la manera de entender la vida y juzgar y comprender a las personas. Por último, Guy Stockwell dota a Draco de varios matices que lo convierten en un personaje riquísimo y muy complejo, en el que, bajo un comportamiento valeroso y leal y un notable sentido común, se esconde un psicópata, una persona calmosa siempre a punto de estallar como un caldero hirviente. Su relación con Crysamon, su dependencia resentida y su lealtad sincera, son otro de los grandes puntos de interés psicológico de la cinta.

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Formalmente, la película no resulta tan perfecta. Si bien el diseño de vestuarios y el trabajo de ambientación resultan magníficos, especialmente la construcción del decorado principal, la Torre redonda que sirve de vivienda y cuartel a las tropas de Crysamon, el lugar en el que se refugian para resistir el ataque de los aldeanos y los frisones, el lugar en cuya cumbre se encuentra el dormitorio donde Crysamon ha yacido y retenido a su amada y amante Bronwyn (nótese el nombre celta), consiguiendo una estética realista y adecuada para la época, el uso de transparencias pésimamente realizadas en algunos momentos, especialmente al comienzo de la película, junto a algunas imágenes de documentales “naturales” (el alzado del vuelo de las aves acuáticas del comienzo, por ejemplo), le quitan brillo y esplendor a la, por otra parte, excepcional fotografía de Russell Metty que, plena de color transmite, sin embargo, todo el poder evocador de una Edad Media misteriosa, oscura y amenazante, sensaciones amplificadas por la partitura excepcional de Jerome Moross, tan grandilocuente y espectacular como requiere un filme épico cuando se pone a vibrar como intimista, sencilla y suave cuando las distancias se acortan y las luces y sombras son más tenues (en algunos momentos, como la celebración druídica en el bosque, la música es puramente medieval). Por último, las escenas de combate y batalla, no demasiado destacables aunque sí muy intensas, pueden a según quien resultarle reiterativas y un tanto poseídas por el esquema del gag: a cada máquina de guerra construida por los frisones (en tiempo récord, todo hay que decirlo, y con gran despliegue de ingeniería y perfección tanto en diseño como en presentación de los distintos artificios, tanto el ariete como la torre móvil para la invasión de las almenas) le sucede la construcción de una más grande y mejor, como cuando el Coyote, fracaso tras fracaso, intenta comerse al Correcaminos diseñando cada vez un sistema más sofisticado y rebuscado, siempre destinado al desastre.

El final de la película es su punto más flaco. Shaffner acierta al eludir un final feliz tópico, y también al abrir el futuro incierto que se abate sobre Crysamon y su leal Bors. Pero, por un lado, quizá el desencuentro último de Crysamon y Draco resulta demasiado cogido por los pelos, mientras que la súbita paz y el entendimiento convertido en comprensión y apoyo entre Crysamon y los frisones no parece encajar con el metraje previo. Con todo, El señor de la guerra resulta una película absorbente y repleta de interés en sus distintos enfoques y niveles de lectura, y puede considerarse prácticamente como el intento más serio de Hollywood en el acercamiento a una Edad Media realista, veraz e inserta en su contexto ideológico, moral, político y espiritual.