Por Pablo Gómez Marina

Roberto Maján.
La metafórica coreografía del cuerpo

Principiaba mi amistad con Roberto y en una de las tareas que nos impusimos para ejercitarla convinimos pasear por la madrileña Casa de Campo. Como apenas nos conocíamos, ver como Roberto levantaba una piedra y dejaba al descubierto un hormiguero me causó cierta sorpresa. Aunque mucha menos que cuando lo vi con gestos aprendidos, coger una de las hormigas y con la punta de los dedos, arrancarle las antenas. Luego la devolvió a su sitio en la colonia alborotada e inmediatamente cualquier otra hormiga que se topaba con la mutilada iniciaba una pelea que tenía visos de ser mortal. Roberto contemplaba absorto la lucha, en una suerte de encantamiento idiota y en ese resplandor casi cegador que provocaba la dudosa luz del sol filtrándose entre las púas de los pinos, se mostró el espectro del niño raro y solitario que habría pasado tantos recreos maltratando insectos. Más allá del hecho entomológico, probablemente inducido por el interés casi ceremonial que Roberto dedicaba al combate, pasé por encima de mis escrúpulos animalistas, para percibir, por lo menos algo del misterio que embargaba a mi compañero. Observamos de esta manera, sin atender a otros protocolos, conectados umbilicalmente con la naturaleza, como cuando bailamos, comemos o nos satisfacemos sexualmente, el espectáculo primordial de la lucha. No hablamos nunca de ello. Más tarde descubriría que esa cruel determinación para mutilar hormigas no excluía que fuera más animalista que yo e incapaz además de sostener la mirada en una escena que anticipara otra con violencia y menudillos. Quizás por géminis, la dualidad constituye parte de su esencia. Un Cástor a veces liviano, indolente, rijoso e inconscientemente feliz contra un Pólux trascendente, cauto, ascético, comprometido y severo. Advertido por mí de esto en una ocasión, Roberto comenzó a tararear alargando como suele hacer, el momento de su respuesta: “él no sabe a qué atenerse, ni qué actitud tomar…”; y los que conozcan a Roberto sabrán que las canciones que le asaltan de súbito desvelan su subconsciente. Cuando la letra de la canción avanzó hasta ir perdiendo elocuencia pasó a la reflexión, para negarme la mayor: “en realidad” dijo, “yo no tengo personalidad alguna; ningún precepto, ninguna convicción, nada a lo que asirme con firmeza. Las ideas van y vienen de mi cabeza con la capacidad de entusiasmarme por breves minutos antes de que otras lleguen a desalojarlas por manidas y usadas” Nunca creí demasiado en la verdad de esta afirmación sobre todo cuando después de esto Roberto comenzó a tararear “teatro, lo tuyo es puro teatro…” pero a pesar de la canción, sí creí que Roberto era sincero y fiel a esa idea… por lo menos durante la siguiente media hora. Y aunque el inconsciente le traicionara, ¿por qué iba este a ser más verdad que sus alborotadas reflexiones? Porque para Roberto no hay más certeza, para azote de maniqueos, que la duda ni nada más sabio que dudar. Dudar como permanente ejercicio, dudar como apuesta vital y creadora, dudar cuando se explora un territorio y antes de acomodarse buscar otro nuevo desde el que pergeñar la huida, dudar por necesidad o necedad, por dogma o por vicio…

A pesar de todo lo expuesto, siempre pensé que yo, espectador privilegiado de su trabajo, terminaría por colegir unas constantes (aparte de ciertos amaneramientos formales) a las que se mantuviera fiel. Y existen, aunque también sea capaz de hurtase a ellas cuando la ocasión lo requiere: una es el humor, un humor singular del que es capaz en las situaciones vitales más complicadas y que incluso en sus series más marcadamente emocionales se adivina como restando gravedad al drama que representa. Otra es el uso del cuerpo humano. Un cuerpo físico hecho a imagen de Dios según el Génesis, y medida de todo para los hombres del renacimiento y que Roberto usa como reservorio de todas sus obsesiones. Cuerpos de tiránicos cerebros anhelantes que convulsionan los “humores” del cuerpo oponente y lo inducen a ejecutar irreales coreografías sexuales. Cuerpos a veces transparentes, que revelan que el sexo es fisiología, mientras las danzas del deseo lo acercan a la locura. Todo ello sin drama, sólo evidencia: ser es ser, como sentir es sentir, sea dolor o placer. En su última serie, que no por nada ha llamado Lucha Libre, el cuerpo se hace metáfora de su permanente conflicto como ser pensante y dibujante, y como cuerpo humoroso, en busca de asideros sólidos, como si a él, también le hubiera sido levantada su piedra y corriera desnortado en busca de otra bajo la que guarecerse. La dualidad de Roberto es su némesis pero también su razón de ser; y la lucha la voz omnipresente de su inconsciente, hablando a veces, más fuerte que él. Verlo poner color, tan absorto, a esos gladiadores a los que arroja a su arena metafísica, es atisbar el sentido que da a los boleros que escucha incansable y que le emocionan hasta la carcajada. Pero es volver sobre todo a la reveladora visión del “Niño Tonto” que una vez tuve en La Casa de Campo y que mediante un escalofrío, se convirtió en mi amigo.

Por Pablo Gómez Marina. Historiador del arte

IMÁGENES

EL AUTORDESDESORIA2

ROBERTO MAJÁN

(Soria, 1968),

de formación autodidacta, se trasladó a Madrid con dieciocho años, donde comenzó a desarrollar su trabajo de ilustrador para distintas editoriales y medios especializados (Expansión, Actualidad Económica, Ecos de la fundación, Dinero y Derechos, Vogue, El Sol, Hobby Press, El País, Health and Beauty,  Anaya, Santillana, Parramón, Edelvives…)

En 2006 funda la editorial Artichoque donde produce algunos libros ilustrados de su propia plumilla como Kamasutra (diploma “Daniel Gil”  2006) o Petronia y la reina  Bigotuda (selección “Visual” al mejor libro infantil 2007)

Recientemente ha empezado sus incursiones en trabajos de índole más personal donde su preocupación por el lenguaje nos habla de su herencia como ilustrador.

http://www.robertomajan.es

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