Por Jorge Latorre

Javier Muñoz y lo inaudito

Javier Muñoz dejó interrumpidos los estudios de periodismo porque tenía necesidad de ampliar sus horizontes creativos y, tras estudiar bellas artes, ha vuelto al mundo de la prensa ilustrada trayendo aires nuevos, inauditos. Inaudito en su doble sentido, como algo sorprendente, asombroso y también como insoportable o intolerable. Por eso no lo tiene fácil Javier Muñoz para hacerse un hueco en el mundo de la ilustración cultural española, todavía adolescente en muchos aspectos. Siguen teniendo enorme fuerza las viejas prácticas periodísticas que conciben la ilustración como ambientación de un texto protagonista, o en el mejor de los casos, decoración amable, publicitaria. También es cierto que nunca ha sido fácil triunfar en España, madrastra malvada para sus hijos artistas, aunque no le guste a Javier que le llame artista. Es la mejor forma que encuentro para decir que son las suyas ilustraciones con tanta personalidad que invierten la noción del texto y del contexto.

Pienso que Javier Muñoz ha vuelto para crear modos nuevos en unas prácticas que estaban por aquel entonces (cuando le tuve de alumno de periodismo) demasiado encorsetadas y que se encuentran ahora en plena transformación, por el creciente protagonismo de lo visual sobre lo escrito. Esta proliferación de la imagen tiene también consecuencias negativas, por supuesto, que podemos resumir como banalización, ruido visual; algo que denuncia la misma palabra ilustración, tan desprestigiada. Por todo lo expuesto, no me cabe duda de que, en este mundo del periodismo visual reciente, des-jerarquizado y desnortado, Javier Muñoz es un ilustrador incómodo. Javier parece elegir sus temas, y no al revés; y cuando se los dan ya hechos, sus ilustraciones son siempre excesivas, expresionistas. Reclaman demasiada atención.

Pero el Arte –con mayúscula- de Javier Muñoz tiene como medio natural el mundo impreso. Me refiero a que no es para colgarlo en un museo, si es que todavía puede hablarse de lugares adecuados de exhibición, de artes menores y mayores. Aunque algunas ilustraciones suyas acaben con el tiempo exponiéndose en galerías y museos (¡qué le vamos a hacer!), se trata de un lenguaje periodístico volcado en la noticia, en la importancia exagerada de los acontecimientos del hoy y ahora. El periodismo es presentista, y el arte –es conocido- mira tanto al pasado como al futuro. Javier Muñoz nos cuenta el presente, pero no se queda sólo en informar –que también-, sino que consigue -con palabras de Baudelaire en El pintor de la vida moderna –“vislumbrar indicios de infinito, en el seno de la prosaica y degradante perentoriedad del mundo”. Son sus ilustraciones obras de arte de periodismo literario, que hablan tanto de uno mismo –del propio ilustrador- como de la realidad “que nos rodea y resiste”, con palabras esta vez de María Zambrano.

Por eso es difícil que pueda ilustrar con la misma fuerza expresiva fuera de su país, lejos del suelo que le da sustento vital y savia informativa. Esto no impide que pueda competir con los mejores ilustradores internacionales, no me cabe ninguna duda. Pero los árboles más frondosos son los que echan raíces más profundas, como solía decir Chillida. Hay en las ilustraciones de Javier una veta hispánica, visceral o negra, que recuerda a Goya y los goyistas (que llega en pintura hasta Antonio Saura y Barceló, o hasta Pablo Berger en la reciente Blancanieves cinematográfica). Por eso, lo que hace Javier Muñoz no es publicidad sino reportaje, encuentro visceral con la actualidad más convulsa, también cuando ilustra cuentos de niños, o crea esos personajes infantiles de toque siniestro a la vez que naïf. Los hermanos Grimm o Christian Andersen se prestan muy bien, por su lado oscuro –nórdico, como lo que Javier tiene de vasco-, a ese tipo de ilustración inaudita. De nuevo parece que es Javier Muñoz quien elige sus temas a ilustrar y no al revés; que estos temas le salen al encuentro, no tanto desde fuera como desde dentro, aunque se acomoden después al contexto del periódico, del cuento, o del encargo más o menos convencional que tiene que atender para poder vivir.

Por eso también –por la tensión entre el oficio y la necesidad vital- la variedad de técnicas a las que Javier Muñoz recurre, que no son sino nuevos campos de libertad expresiva, posibilidades abiertas para dar salida a lo que explota en las entrañas, manchando óleos y desgarrando collages; o concentrándose en formas mínimas, precisas, exactas en su simple retórica caligráfica. Javier se deja el alma en cada ilustración, y luego espera encontrarla de nuevo, como el Pedro Páramo de Juan Rulfo:

-¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

-Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: "Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más." Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

(Pedro Páramo, Juan Rulfo. Ediciones Cátedra Letras Hispánicas. 188 páginas/6,5 euros)

Jorge Latorre,

Doctor en Historia del Arte y profesor de Cultura Visual en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.

IMÁGENES
 
 

EL AUTOR

jmYa desde el colegio, el niño aprende a desconfiar de los galardones que acostumbran a repartirse por el ancho mundo. Observa, por ejemplo, que el premio al buen comportamiento recae sobre ese egoísta empollón odiado por todos los compañeros, o que las mejores notas tienen algo que ver con el pelotilleo asqueroso de algunos y algunas.

Más tarde, al crecer, comprueba que un selecto grupo de humanos acapara todas las distinciones disponibles, y comienza a sospechar que también existe una especie de mafia mafiosa en esto de los premios. Se toma la molestia de examinar los nombres de los componentes de los miles de jurados y ya se convence del todo: jurados y premiados coinciden, alternándose los papeles, en un do ut des perfecto y elegante.

En los últimos meses, sin embargo, se ha producido una preocupante quiebra en el sistema. Tras el Planeta concedido a Cela -que "todo lo envilece", según el duro juicio de Sánchez Ferlosio-, han comenzado a crecer los disidentes. En vísperas del fallo del Cervantes, García Márquez anunció que no aceptaría el premio si se lo concedían a él. Los de Els Joglars fueron más allá: rechazaron el Nacional de Teatro. Hasta la ínclita Navratilova tuvo la desfachatez de no acercarse a recoger su Príncipe de Asturias, en un desplante casi olímpico.

Los premios -ojalá- no están de moda. Puede ser el principio del fin de toda una casta de terráqueos que adornan sus currículos con ellos, que valoran la geografía de su país por la dotación que cada Ayuntamiento reserva para su concursito.

A partir de ahora asistiremos al patético espectáculo de unos Jurados persiguiendo a sus posibles galardonados, que ponen pies en polvorosa ante la desgracia que se les avecina.

Una vez más muere algo romántico: el afán del ser humano por destacar de la mediocridad mediante un reconocimiento público (y monetario). No hace falta lamentarse: esas ínfulas vanidosas son, definitivamente, una auténtica horterada.

Por Pedro de Miguel, publicado en Letras Enredadas (Ediciones Palabra, 2010)

 

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