Blog | Por Sergio Tierno / Viajes, geografía, deportes y curiosidades

La orilla del Atlántico de Lisboa a Oporto sobre dos ruedas (julio 2018)

(Como ha sucedido y sucederá bastantes veces en este blog, esta es una colaboración especial. Ángel Álvarez nos cuenta cómo ha sido el viaje en bicicleta de unos amigos de Lisboa a Oporto. Muchas gracias)

Durante siglos las costas del Atlántico han marcado los límites del mundo conocido para los europeos. El litoral occidental de Portugal ha sido parte de esa frontera natural esculpida por el océano y es también el punto más meridional de una de las grandes rutas europeas de cicloturismo, la Eurovelo 1: un recorrido desde el Cabo Norte en Noruega que a través de la costa escandinava, británica y francesa. En el caso luso atraviesa del sur al norte todo el litoral para concluir a orillas del Miño. Una ruta que curiosamente en España no surca al lado del Cantábrico, sino que recorre Castilla y la antigua Vía de la Plata antes de cruzar la frontera por Huelva. Y en la que, como aviso a navegantes, las señalizaciones no es que sean pocas, simplemente son inexistentes, a diferencia de la mayoría de recorridos Wurovelo que precisamente para ser reconocidos exigen una clara señalética.

En nuestro caso, tres ciclistas -Fran, César y Ángel- hemos recorrido la costa que une las dos grandes ciudades portuguesas, Lisboa y Oporto, de cerca de 450 kilómetros. Dos urbes marcadas por el mar y por los ríos Teixo (Tajo) y Douro (Duero). Precisamente la orilla del Tajo es el punto de salida, en la Praça do Comercio en que Lisboa se abre a esa ría desde la que los descubridores lusos abrieron las vías marítimas con África y Asia. Esos primeros kilómetros recuerdan el siglo de oro de nuestro vecino: el monumento a los descubridores, el monasterio de los Jéronimos y la Torre de Belém.

Cabo da Roca

Por la costa seguimos camino de Estoril y Cascais, aunque haciendo caso a las recomendaciones de la guía optamos por tomar el tren unos kilómetros para evitar el intenso tráfico de la Avenida Maginal un domingo. De hecho, los paseos marítimos de Estoril y Cascais están atiborrados de turistas que acuden a sus playas o pasean entre sus señoriales casas. El bullicio de Cascais contrasta con los inmensos espacios de acantilados poco pronunciados con que se inicia el parque de natural de Sintra-Cascais. Un peculiar tramo de costa donde las rocas conviven con inmensas dunas de arena blanca que desde la playa de Guincho se elevan tierra adentro.

Poco después se inicia el ascenso al Cabo da Roca, la mayor dificultad orográfica de toda la ruta y el punto más al oeste de Europa según reza un monumento que corona los acantilados sobre el océano. Aunque tras su subida puede parecer que lo peor de la primera jornada ya se ha superado, la costa dibuja continuos sube y baja que hacen especialmente dura la jornada inicial entre pintorescas localidades como Azenhas do Mar y espectaculares playas al fondo de acantilados, como la de Magoito. No menos empinada es la playa de Ericeira, nuestra primera meta, que como muchas de las poblaciones costeras es todo un santuario para los aficionados al surf.

Las olas también marcan la siguiente jornada, en que a las dificultades orográficas se suman los efectos del mar que ha provocado que tengamos que cambiar la ruta original tras varios desprendimientos y optamos por lo seguro: la carretera. Nuestra siguiente parada es Santa Cruz, un pueblo con sus miradores en lo alto del Atlántico y otra empinada playa forjada por las mareas.

A medida que avanzamos hacia el norte los acantilados se van sustituyendo por las dunas que hacen de frontera con el mar. Protegidas por ellas llegamos a Peniche, una localidad de pescadores en una península de rocas que según cuentan los lugareños en su día fue una isla que precisamente las dunas unieron a la costa. Unas características que convirtieron esta pequeña península en un fortín junto al mar, como recuerdan las murallas con las que saludan al visitante. En sus fiestas estivales, que se prolongan más de un mes aprovechamos para degustar varios quesos locales.

Cabo da Roca

A la mañana siguiente recorremos los cerca de siete kilómetros que bordean la península de afilados acantilados, y vislumbramos las islas Berlengas, una gran reserva natural de de aves que se visita desde Peniche. De nuevo al lado de las dunas llegamos a otra pequeña península, Praia da Baleal. A medida que el día avanza la bruma marina se convierte en niebla y la humedad en llovizna. Las inclemencias meteorológicas y físicas hicieron que optásemos por la ruta más directa a Óbidos, una impresionante villa medieval amurallada digna de visitar. Tras recorrer sus calles empedradas y descansar para comer de nuevo emprendimos la marcha para llegar a la costa, aunque esta vez en Caldas da Ranha optamos por hacer frente al fuerte viente de cara con un aliado, el tren, con el que recorrimos 20 kilómetros hasta Valado, una localidad a 5 kilómetros de Nazaré, nuestro punto de llegada. Una jornada atípica que terminamos disfrutando de las grandes olas de esta localidad, uno de los templos del surf en Portugal.

Si el día anterior el tren nos había servido de aliado, la dura cuesta de Nazaré se hizo mucho más ligera gracias al ascensor que permite subir desde su centro histórico al acantilado que corona esta turística población con una espectacular visión de los tejados sobre el mar. Pasada la Praia Norte de Nazaré se extienden largos kilómetros de pinares sobre dunas. Por desgracia en seguida también empiezan a ser visibles las huellas de los devastadores incendios que convirtieron Portugal en un infierno el verano pasado. Esta jornada con largas rectas por carril bici y carreteras locales sin apenas coches están marcadas por los inmensos parajes de tierra quemada. Un desolado paisaje en que el negro de los pinos negros aún en pie contrasta con el blanco del suelo de la arena de la dunas que se prolonga durante kilómetros. Al menos en las localidades costeras aún se logró salvar parte de la vegetación y en una de ellas, Praia da Vieira, reponemos fuerzas con unas sardinhas y bacalhau, necesarios para cruzar la ría del Mondego y sus salinas, por la que se entra en Figueira da Foz, con su inmensa playa, tan ancha que incluso tiene un carril bici por el medio de la arena.

Así está la zona tras los incendios del año pasado en Nazaré

La siguiente jornada nos llevó de esta población a Aveiro. Tras volver a tener que afrontar un comienzo escabroso por los acantilados y el faro de Mondego, de nuevo los efectos de las llamaradas marcan parte de la ruta, hasta Mira, donde se inicia la ría de Aveiro, que nos acompañará desde entonces separada del mar por largas playas de fina arena y dunas que protegen fértiles cultivos. Allí será donde con premeditación y alevosía se nos una un cuarto componente, César, que desde el pueblo orensano de Lobera ha trazado una peculiar diagonal para sumarse por sorpresa a última hora a nuestro camino ciclista.

Aveiro, calificada como la Venecia portuguesa en muchas guías, no deja indiferente para bien o para mal, probablemente en función de las expectativas creadas. Lo cierto es que pese a sus gondoleiros intentar compararlo con la Serenissíma República resulta tan injusto como imposible. Si se rebajan las expectativas sus calles adoquinadas tienen su peculiar encanto para un paseo vespertino y una alegre cena, acompañada además por un concierto de cantautores en la plaza del mercado.

A la mañana siguiente a nuestro viaje se le sumó un nuevo medio de transporte: el barco. Para cruzar la ría de Aveiro el ferry entre Forte de Barra y Sao Jacinto es la mejor opción, ya que evita tener que dar una vuelta por el interior la ría. Reprender la marcha llaneando junto a la ría que nos acompañará tras los sube y baja de los primeros días es todo un deleite. Tras dejarla nos internamos entre pinares por un carril bici en que empiezan a ser habituales los peregrinos Camino de Santiago. Antes de llegar a Oporto aún nos quedarán varios kilómetros junto a las playas, algunos incluso por pasarelas de dunas. Y por fin la desembocadura del Duero, cuya orilla aún nos tendremos que recorrer durante unos kilómetros por Gaia, la localidad en la orilla gemela donde se encuentran buena parte de las bodegas del vino por el que esta ciudad  es conocida en todo el mundo. Qué mejor sitio para brindar con una copa de oporto por el final de la ruta antes de cruzar el puente de hierro de Don Luis I construido por uno de los discípulos de Gustave Eiffel y disfrutar de las calles de la segunda mayor ciudad portuguesa.