De pronto, me vi tendido sobre el altar que coronaba la pirámide escalonada, completamente paralizado por el miedo. A mis pies, una multitud observaba expectante. El silencio era absoluto. En un momento dado, el sacerdote azteca levantó solemne el cuchillo de obsidiana sobre mi pecho desnudo. Y de repente, sin saber por qué, me sobrevino un incontrolable ataque de risa.
Entonces comprendí que no es conveniente mezclar hongos alucinógenos.
Ilustración: Lola Gómez Redondo