La
puerta chirrió al girar sobre sus goznes con un sonido
perturbador que ponía los vellos de punta.
- Hay
que engrasar las bisagras – musitó muy bajo para no ser
descubierto. No era la primera vez que entraba a hurtadillas en una
iglesia, de hecho era todo un experto en el dudoso arte de
desvalijarlas. Pero esta vez no venía a por ninguna tabla
policromada, talla de la Virgen o códice medieval que pudiera luego
vender a algún rico coleccionista extranjero, sino a por algo más
excéntrico: la sangre coagulada de Wifredo el Velloso con la que, se
dice, trazaron las cuatro barras que conforman la señera,
tan de moda hoy día. Sus contactos le habían informado del sitio
exacto donde se guardaba, en lo más profundo de la cripta de aquel
templo. Pero cuando se disponía a descender los peldaños que
conducían hasta las sepulcros ricamente tallados, un grito a su
espalda le paralizó por completo. Y al dirigir hacia allí el haz de
luz de su linterna, vio como era apuntado por el cañón de varios
revólveres. Mientras era engrilletado y conducido al coche patrulla,
pudo escuchar como el hombre de gabardina se dirigía a un agente
uniformado al tiempo que apuraba un cigarrillo:
- He
de reconocer que no confiaba demasiado en su plan.
- Ya
le dije, comisario, que Erik el Belga es un especialista en el robo
de piezas de arte pero de historia no tiene la menor idea. Cualquier
entendido sabe que eso de los dedos manchados en sangre de la herida
del Conde de Barcelona es solo una leyenda.
- Pues
ahora va a tener mucho tiempo para leer y culturizarse.
Y
estallaron ambos en una malévola carcajada que resonó en la
oscuridad de la noche.