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Angustia inmobiliaria: El quimérico inquilino (Le locataire / The tenant, Roman Polanski, 1976)

Tras su estudio/homenaje sobre Los Ángeles en Chinatown (1974), Roman Polanski regresa a Europa para adaptar a la pantalla la primera novela de Roland Topor, una historia que se ajusta como un guante al gusto del cineasta franco-polaco por las atmósferas densas y enrarecidas, por los ambientes crecientemente crispados y amenazantes. Para Polanski supone además un plus de atrevimiento y de riesgo, ya que, sabida su hitchcockiana afición por mostrarse ocasionalmente delante de la cámara, en esta ocasión se reserva el dificilísimo desafío de encarnar al sencillo y humilde Trelkovsky, un hombre corriente que no sospecha que el simple (y a la vez complicado) hecho de alquilar un apartamento en París es el primer paso de un accidentado camino hacia su autodestrucción.

Con producción francesa pero filmada en inglés (excepto aquellas secuencias de grupo con actores franceses), con un reparto que combina viejas glorias de Hollywood (Melvyn Douglas, Jo Van Fleet, Shelley Winters) y secundarios locales (Isabel Adjani, Claude Dauphin, Bernard Fresson, Claude Piéplu), Polanski asume con solvencia (también interpretativa) el complicado reto de trasladar a la pantalla el insano y retorcido universo literario de Roland Topor, escritor proveniente del surrealismo y posteriormente miembro fundador del Grupo Pánico junto a Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky. Con guión de su colaborador habitual, Gérard Brach, Polanski nos sumerge en la historia de Trelkovsky, un oscuro y modesto oficinista que alquila un apartamento en un tenebroso y enigmático edificio parisino que ha quedado libre después de que su anterior inquilina intentara suicidarse arrojándose por la ventana. La paulatina obsesión del joven Trelkovsky por este suceso, la extraña relación con su comunidad de vecinos, invariablemente pintorescos, excéntricos, enrevesados y misteriosos, lo inhóspito del edificio, la atracción que siente por Stella (Adjani), amiga de su antecesora en el apartamento a la que ha conocido durante una visita al hospital, y una serie de incomprensibles episodios y alucinados fenómenos que empieza a vivir en primera persona, desembocan en un estado febril que termina alcanzando la forma de una idea paranoica: sus vecinos conspiran para llevarle a un desesperado estado de demencia y conseguir que él también se lance por la ventana.

Recibida en su día con división de opiniones (en algún caso extremo incluso a pedradas y escupitajos), despreciada e incomprendida, elevada hoy a la siempre discutible y controvertida categoría de film de culto, la película logra traducir a desasosegantes y hechizantes imágenes el nacimiento y desarrollo de una paranoia autodestructiva, no desencadenada conforme a las canónicas reglas de la relación causa-efecto en la línea del thriller psicológico clásico, sino como acumulación de factores internos (del personaje) y externos (crisis de valores, de modo de vida, soledad, preocupación por el futuro, deshumanización de la sociedad...) que conducen a Trelkovsky a la disolución de su propia identidad y a la asunción de una realidad espectral, alucinatoria, encarnada en su imagen mental de la anterior inquilina fallecida, y que le arrastra delirantemente a seguir (por partida doble) sus pasos. La extrema dificultad de hacer tangibles, visibles, los estados mentales inestables, convulsos, y conseguir así la identificación por parte del espectador, Polanski la solventa gracias a un fenomenal diseño de producción (impresionante aprovechamiento de localizaciones y decorados del edificio), a un estupendo trabajo de cámara, y a una magistral dirección de fotografía por parte del sueco Sven Nykvist, habitual de Ingmar Bergman y que posteriormente trabajaría también con Woody Allen, además de con su magnífica interpretación y el espléndido respaldo de un reparto en estado de gracia. El guión de Brach y el propio Polanski capta igualmente el humor negro, deliciosamente macabro, del original de Topor, y construye una espesa historia, ambigua y oscura, a medio camino entre el tono costumbrista (siempre visto desde un prisma negro, negrísimo) y el terror gótico con ribetes fantásticos.

Especial mención merece la interpretación de Polanski, una complicada apuesta de la que sale notablemente airoso, muy medida y contenida, y que impide que en los momentos clave de la resolución de la película caiga en un ridículo o en una payasada que podría arruinar las virtudes técnicas y artísticas expuestas en las dos horas de metraje. El otro gran personaje de la película es, sin duda, el edificio (en la novela es la rue des Pyrénées, cerca del cementerio de Père-Lachaise; en la película no se especifica): su zaguán siempre entre penumbras, el patio, la escalera, los pasillos, recovecos y rellanos a oscuras y sin trazados rectos, inequívocos, visibles, la enigmática fauna que los recorre, los ruidos, golpes, rumores de pasos y susurros nocturnos, las ventanas de los apartamentos, ojos de una casa que espía cada movimiento de Trelkovsky, cada pensamiento, cada indicio de locura. El escenario, la casa, como reflejo del interior de un individuo que no encuentra auxilio, alivio o consuelo, ni dentro ni fuera de ella, ni dentro ni fuera de sí mismo.