Blog | Por César Ferrero

Llamada desde las nubes

Sucedió hace escasos días, muy poco antes del último temporal que dio inicio al invierno puro. Me fui a dar una vuelta junto al Soto de Viñuelas, un enorme encinar sobre terreno arenoso al norte de Madrid capital. Y digo ‘junto’, y no ‘por’, debido a que es territorio fortificado. Desde tiempos inmemoriales es una propiedad privada de unas 3.000 hectáreas, rodeada por un muro de piedras, de 42 kilómetros de perímetro. Solo una autovía (M-607) lo separa del muy parecido y también prohibido Monte de El Pardo, propiedad de Patrimonio Nacional; el Soto de Viñuelas no es más que su prolongación. Dentro hay un castillo para celebrar eventos, quien pueda permitírselo. Y se organizan monterías desde hace siglos. Triste o no, eso le salvó.

Así que los mortales nos tenemos que conformar con el lado exterior de la rudimentaria pared, ésa que separa a un sector de la Iberia primigenia del siglo XXI, poco más o menos. En algunos puntos se asegura que, frontera adentro, hay sensores de movimiento, así que cuidado con vulnerar las normas. Habría que probar si es verdad; un militar me dijo que, en El Pardo, es totalmente cierto. Y habría que probarlo porque, en uno de mis pisos compartidos también teníamos una aviso en la puerta, advirtiéndole al posible intruso de que todas las alarmas del mundo se activarían como osase dar un paso de más. Era solo una pegatina, por supuesto, pero ahí quedaba la duda.

Patrullando los dominios (FOTO: eco13.net) Patrullando los dominios (FOTO: eco13.net)

Si no fuera por su exclusividad, la muralla es fácilmente salvable. Pero por si acaso, nos podemos limitar a asomarnos a la reserva. Son las 10 de la mañana, no se ve mucho movimiento. Por fuera sí: la vuelta al Soto de Viñuelas es un clásico de la mountain bike madrileña, al alcance de todos los públicos además. Es lunes y me cruzo con no menos de 30 ciclistas, casi siempre de uno en uno. Pero lo bueno del cielo es que ahí no puedes poner vallas. Y, aunque extramuros hay cultivos o bosquetes bastante más cascados, las aves vienen y van. Me encuentro muchos córvidos, urracas y rabilargos, y sobre todo un montón de palomas torcaces. El ‘piuuuuuu…’ del busardo ratonero (prefiero la vieja denominación de ‘ratonero común’) llega a mis oídos, y la rapaz sale del bosque cercado y se mete hacia la campiña. Bajo las nubes sí que hay movimiento.

Cuando algo llama desde arriba, precisamente en un punto del camino en que las copas de las encinas se entrelazan para formar un techo casi opaco. ‘Gua, gua’, algo más grave de lo que parece al escribirse. A veces tres: ‘Gua, gua, gua’. Tiene un aire de cuervo, pero suena potente, y está encima. Solo hay que alejarse unos pasos para llegar a un claro aéreo y observar un ave rapaz enorme, oscurísima. Color chocolate ‘noir’, así se ve desde el suelo, pero con la melena clara, de color avellana y, sobre todo, sendos manchurrones blancos en los hombros, que la hacen inconfundible. ¡El águila imperial ibérica! Ella era el principal motivo de este paseo. La gran rapaz del bosque mediterráneo, que anida en árboles grandes como los del Soto.

Menos de mil de estas aves pueblan el mundo, mientras nosotros hemos dejado atrás la cifra 7.000 millones de humanos. Se distribuyen por el cuarto suroeste de ‘La piel de toro’, y la inmensa mayoría anidan del lado español. Es curioso que aquí no se le dé mucha bola, pero me he encontrado con viajes organizados desde Inglaterra solo para verla, porque es una variedad única. Es un gusto verla dar círculos en el cielo sin mover una pluma, mientras canta, marca territorio. Y no es pequeño: la media, dicen los que saben, es de 30.000 hectáreas por pareja: mucho más que el Soto.

A mi águila vociferante, de pronto, se le une otra aún mayor, deduzco que una hembra, que en las rapaces siempre es visiblemente más grande que el macho. Pero es de otro color, tirando a rojizo. Se trata de una joven, pues hasta el sexto año de vida la imperial no adquiere absolutamente el plumaje adulto definitivo. Sin embargo, ya desde los 3 años se pueden reproducir, y están en plena época de amoríos. Así que probablemente formen la pareja. A la que el viento termina llevándose hacia quién sabe dónde.

Monfragüe, una de las capitales del bosque mediterráneo Monfragüe, una de las capitales del bosque mediterráneo

Emoción ancestral

Estará mal eso de hacer con los animales diferenciaciones indeseables para los humanos. Pero el que salga al campo con los prismáticos al cuello y diga que para él es lo mismo ver un petirrojo que un águila, miente. De hecho, yo no he llegado a escucharlo. Las águilas irradian energía, dominio, soberbia. Parecen no tener límites y ser las que más alto vuelan, así que en multitud de culturas han sido símbolo de poder, por ejemplo estandartes de las legiones romanas. Son habitualmente esquivas, se suelen mover solas o en dúos, patrullan enormes extensiones y no son tan fáciles de ubicar, salvo que localices el nido o algún posadero. Cuando miras un punto en el cielo y resulta ser un águila, parece como que todo lo demás pase a otro plano.

Y, por si no bastase todo esto, el apellido les da a las más grandes una aureola extra. En Iberia coinciden dos enormes: la ‘real’, la llamada por muchos ‘reina de las aves’;  y la ‘imperial’. Pasa en otros animales magníficos: si hay uno especialmente grande y emblemático, se le añade el título regio, para darle como más caché. Pero si además existe otro parecido y no menos deslumbrante,  le corresponde el otro adjetivo incluso más solemne, de 'rey de reyes'. No deja de ser todo un poco ridículo, pero había que nombrarlas.

Por tanto, la referencia al imperio en nuestra rapaz ibérica no tiene nada que ver con ‘el aguilucho’ de la bandera franquista. Y si los ideólogos del NO-DO quisieron que una solemne imperial planease sobre el globo terráqueo, mientras sonaba la conocida melodía, en realidad enfocaron a un buitre. Que otra cosa no tendrá, pero vuelo majestuoso y pausado le sobra más que al águila. Eso sí, demostraron sus conocimientos de biología, y les salió un simbolismo medio raro.

Por una vez, éxito rotundo

Se han hecho mal muchas cosas en materia ambiental, muchas especies se están yendo de las manos o no mejoran al ritmo que debieran, pero el éxito con el águila imperial ibérica (Aquila adalberti) es indiscutible. Existe una estrategia de conservación nacional, más otras autonómicas. Ha supuesto cambiar tendidos eléctricos en las zonas más sensibles, porque la electrocución era uno de sus grandes agujeros negros. Se ha potenciado también la persecución allí del veneno y la caza furtiva, la mejora de las poblaciones de conejo –su principal fuente de alimento-, etcétera. Y si en el primer censo anual (1999) salieron 132 parejas, en 2013 fueron 407.

Rapaz inigualable (FOTO. www.finanzas.com) Rapaz inigualable (FOTO. www.finanzas.com)

No creo que semejante subidón tenga precedentes, por muy críticos que queramos y debamos ser. Hace pocos años, Birdlife International recatalogó su estado de conservación como ‘Vulnerable’, cuando casi tradicionalmente era ‘En Peligro’. Es solo una decisión humana, pero en el fondo el hecho es digno de descorchar champán.

Las imperiales existentes están circunscritas a Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha y Castilla y León. En esta última autonomía, cría en Ávila y Segovia. Pero como la población crece a un ritmo del 4% anual, quién sabe si recolonizará otras provincias ¿como Soria? Las parejas reproductoras más cercanas de Segovia no están lejos, y los jóvenes aguiluchos son bastante viajeros. Eso sí, parece que la colonización tiende más hacia el oeste, hacia Zamora y Salamanca. Sin embargo, en su día los dominios de la imperial incluían toda la Península, quitando la franja norte, e incluso zonas de Marruecos. O sea, allá donde crecía el portentoso bosque mediterráneo, también en su versión adehesada.

Choque fortuito

En Viñuelas ha sido fácil: ir, tocar y volver. Pero yo creo que hace solo unos años no me habría resultado tan sencillo. El águila imperial siempre me cayó a desmano, norteño yo y sobre todo sureña ella. Y de pequeño pensaba que se me iba a extinguir antes de conocerla, y que solo quedaría en las fotos. Me preocupé cuando escuché a Félix Rodríguez de la Fuente decir en la tele aquello de “unas 50 ó 60 parejas, es todo cuanto queda del águila imperial”. Y para cuando me llegaron esas imágenes él estaba muerto, pero se emitieron por primera vez en los años 70. ¡50 ó 60 parejas! Era una estimación de 100 bichos... Por suerte, de momento le va ganando a la extinción.

Tardé años en observar una en condiciones, porque me he movido más por otras zonas donde no existe, y porque no me dedico a esto, ni siquiera como primera afición. Mi primera excursión a Monfragüe (Cáceres), hace ya décadas, fue un fracaso en ese sentido. Un amigo experto señaló una mancha en el cielo que, según él, era la imperial, Para mí y mis prismatiquillos, un punto. Otras incursiones en territorio imperial sumaron más intentos frustrados.

Sí tengo una observación casual y enorme de hace años, pero poco disfrutada. Fue recorriendo longitudinalmente la perdida Sierra de San Pedro, en los límites entre Cáceres y Badajoz, un mes de abril. Surcando durante 3 días esos montes infestados de alambradas de cotos que proliferan en la mitad sur. Un nido enorme lucía en una rama, justo sobre la pista forestal ligeramente ascendente por la que caminaba. Di por hecho que tenía que estar abandonado, ¡colgaba encima de una ancha pista de todoterrenos! Unos pasos después de dejarlo atrás, miré para ver el hueco y no había tal, sino un águila imperial incubando, mirándome con pavor. Un segundo después, salí de ahí a la carrera. Fue un encuentro inocente, pero no seré yo quien moleste en plena cría a una de las aves más escasas del mundo. Para mi alivio, ella no se movió. Más adelante Monfragüe, en otra visita, ya saciaría mis ansias ornitológicas en este aspecto.

Volando junto al buitre leonado, que es más grande, y exhibiendo hombros bien blancos Volando junto al buitre leonado, que es más grande, y exhibiendo hombros bien blancos

Elucubraciones en torno a la exclusividad

“Y es española, profundamente ibérica”, aseguraba con vehemencia Félix, para recalcar la importancia de lo que se estaba perdiendo. Y eso que, en la época en que se emitieron esos capítulos de El Hombre y la Tierra, curiosamente todavía se consideraba al águila imperial ibérica una subespecie del águila imperial ‘genérica’. Porque entre Europa del Este y China también tienen otra, y esa sí que me ha pillado siempre verdaderamente a desmano.

Para desmitificar un poco, digamos que no está clara la exclusividad del águila imperial. De pequeñito, recuerdo que los libros decían que la ibérica era la subespecie occidental del águila imperial o Aquila heliaca; a la española se la conocía por entonces Aquila heliaca adalberti. Es así en honor a Adalberto de Baviera, príncipe germano al que le quiso dedicar el animal su primer catalogador, el naturalista teutón Reinhold Brehm (1861). Pero, ya cerca del siglo XXI, los análisis de ADN condujeron a la división en dos especies, Aquila heliaca la imperial oriental –más abundante, aunque solo sea porque vive en más países- y Aquila adalberti la ibérica.

Eso es lo más aceptado, pero la discusión no parece haber terminado del todo. Como relata Luis Mariano González en su monografía sobre la imperial ibérica, en cualquier caso se sabe que ésta procede de la oriental, y que la diferenciación entre las dos habría empezado hace 10.000 años, ayer por la tarde en términos biológicos. Si miras dos fotos, yo las veo casi iguales, salvo que el manchurrón blanco de los hombros de la nuestra está más bien en la espalda de la otra. Otra de las principales diferencias es que la oriental emigra, y la ibérica no, y que es más bien esteparia y no tan forestal. ¿Es suficiente?

Una vía intermedia, recogida también por González,  propone otra versión. Dado que empezaron a diferenciarse hace tan poco tiempo, la ibérica sería aún lo que se llama ‘semiespecie’: una especie en proceso de formación que aún no ha concluido, ya que hacen falta miles de años. Como en algún momento lo fuimos todas. Y también hay quien opina que en realidad influye demasiado la pura política: si albergan una joya única en el mundo, se le da un valor extra a los ecosistemas propios. Un valor turístico, incluso.

Posiblemente nunca esté del todo claro. Y qué duda cabe, tener unos miles de ejemplares más de población le da oxígeno a un animal. Pero sea más exclusiva o menos, nosotros la querremos igual. ¿Qué más le da a ella, que está en los cielos?