Blog | Por César Ferrero

Explorar nunca cansa

Las distancias del siglo XXI ya no se miden en kilómetros, sino en tiempo y en dinero. Nunca he tenido del segundo y cada vez tengo menos del primero, así que me da para recorrer pocos kilómetros. Por eso, hace unos meses, me dio la impresión de que no me quedaba nada que contar.

El domingo pasado por la tarde, de pronto, me reencontré conmigo. Porque en eso consistió la vivencia: en redescubrir una sensación olvidada hace muchos años, la del explorador ignorante, ingenuo y de bolsillo. No me pasó en ningún espacio en blanco de los mapas, perdido y sin catalogar; sino en Quincoces de Yuso, comarca de las Merindades, valle de Losa, noreste de la provincia de Burgos. Tenía unas cuatro horas, unas botas y unos prismáticos. Y allí muy al fondo, la mayor inspiración posible para quien goce del campo: las montañas. Se veían tres picos de formas muy variadas, magnéticos. Y, para mí, desconocidos.

En busca de las montañas desconocidas En busca de las montañas desconocidas

Lo que más disfruté: que solo sabía mi origen. No dónde iba, ni por dónde se iba, ni cómo se llamaban aquellas cimas, ni qué se vería desde allí. Ni siquiera si me iba a dar tiempo a llegar. Para la vuelta casi estaba garantizado que me tocaría correr, como en los viejos tiempos, para que no cayera la noche encima. Así pasó. Es la esencia de la libertad, aunque sea recortada y de contrarrelojista: ir allá, porque está ahí. También es bonito el después: terminar la etapa y sosegadamente dedicarte a buscar por dónde anduviste, en los libros y en la red.

Así eché a andar, bajo nubes y claros, y con el objetivo bien visible en el horizonte. Subiendo muy progresivamente, mezclando caminos y campo a través, cruzando bosques bajos de encina y quejigo intercalados con cultivos de cereal. A veces adornados estos últimos con pacas de paja en forma de rodaja gigante, que según he aprendido ahora mismo se llaman ‘rotopacas’. Otra de las enseñanzas a posteriori ha sido que el valle de Losa toma su nombre de que a menudo pisas afloramientos de roca caliza, de un gris muy claro, que forman un embaldosado natural.

Termina el bosque, empieza la roca Termina el bosque, empieza la roca

Me encuentro  entonces con un pueblecito, que luego sabré que se llama Lastras de la Torre. Por allí discurre un sendero de Gran Recorrido, el GR-85, que me sirve básicamente para salir de nuevo hacia el campo y que después pierdo. Improvisando sobre pedregales despejados, me topo con un cementerio mínimo en medio de la nada, y más arriba con una granja en cuyo interior se escuchan las ovejas. Se ven tejados rojizos unos metros más a la izquierda: es el siguiente núcleo, que más tarde encontraré que se llama Villabasil. Ahí comienza la verdadera subida, al pico más ancho y cercano, no el más escarpado. Miro el reloj: parece que dará tiempo, aunque nunca sobre.

Salto un alambrado de espino por donde más fácil parece, operación que siempre te acelera porque el miniequilibrismo también es inestable. Toda la falda serrana es un espeso y oscuro pinar, y parece lo lógico bordearlo por la derecha, siguiendo un empinadísimo prado, y escalar la cresta caliza superior por una franja más despejada, donde los pinos pasan a ser hayas durante unos metros. Ahí me sucede lo típico: cuando superas un escalón de piedra no estás en la cima, sino que hay otros metros más de prado, brezo y pinchos hasta otro escalón, que te tapa el siguiente. Así tres veces.

Por fin, una hendidura en la roca deja entrever el otro lado: también hay pueblos, bosques y campos allí abajo, mucho más abajo. Y unos metros por encima, emerge la siempre reconfortante figura del vértice geodésico común. Convive con un buzón de montaña y otra especie de adorno con la plaquita plateada que dice lo que necesitaba saber: ‘Peñalba. 1.244 metros’.

Por ahí se entrevé el valle de Mena Por ahí se entrevé el valle de Mena

Lo que se puede otear desde allí es simplemente magnífico, como era de esperar. A mi espalda, al sur, queda el valle de Losa, de donde vengo. Y como me dirán los mapas, estoy encaramado al impresionante anfiteatro calcáreo que forman tres sierras sucesivas y hermanadas, de oeste a este: Montes de la Peña (donde me encuentro), Sierra de Carbonilla y Sierra Salvada; esta última apenas se aprecia desde mi posición, y ya limita con Álava. Lo que tengo inmediatamente abajo, al norte, es el más húmedo, verde y hundido valle burgalés de Mena, que toca con Cantabria. Me contarán luego que, en días despejados, desde Peñalba se ven perfectamente Santander y el Mar Cantábrico.

Y la magia de la aventura inesperada contribuye a conmoverme, como se emocionaría cualquiera con un regalo de la naturaleza. Por si el lugar no resultara suficientemente inolvidable de por sí, la niebla empieza a trepar desde la vertiente norte hacia la sureña, mientras los rayos del sol juguetean con ella, filtrándose desde las nubes más altas. Es como espuma que adorna esta gigantesca ola pétrea, que se levanta suave desde Losa y se desploma hacia Mena con vértigo, en un paredón de cerca de mil metros de desnivel: no parece que se pueda seguir avanzando. Un hachazo brusco, tajante, como fue el final de estos relatos tan autobiográficos. Hasta la vista.

Pues esto era: Peñalba (1.244 metros) Pues esto era: Peñalba (1.244 metros)

Valle de Losa, con Quincoces muy chiquitito Valle de Losa, con Quincoces muy chiquitito

Mirando al oeste: la niebla se mete hacia San Mamés y Peña Mayor, sobre el valle de Mena. Mirando al oeste: la niebla se mete hacia San Mamés y Peña Mayor, sobre el valle de Mena.

Mirando al este: Tres Dedos, Complacedera (iluminada por el sol) y, en la sierra de Carbonilla, el Castrogrande. Mirando al este: Tres Dedos, Complacera (iluminada por el sol) y, en la sierra de Carbonilla, el Castrogrande.

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