Por Tomás Sánchez Santiago

Imperfectos de Encarna Mozas

Hay artistas que lo consiguen: dan con el rostro de la soledad desesperada de esas cosas que se cruzan con nosotros y no nos parecen tener relieve. Ellos, en cambio, saben percibir por debajo de la seguridad corporal de una apariencia el latido de un solar enorme que parece imponerse con esa extraña majestad inexplicable que tiene el vacío. Son escasos esos artistas. Y ven siempre mejor lo que no hay. Si dibujan o fotografían o filman es porque saben que donde parece haber nitidez y certezas hay en realidad una pérdida. Ellos saben que nada está completo, que lo evidente también comporta misterio, como si toda presencia, por rotunda que emerja, fuese solo el residuo que queda de una amputación, la mitad más visible de algo que el común de los mortales nos perdemos.

Conocí hace muchos años a una de esas artistas de instinto natal. Su nombre es Encarna Mozas y entonces, a principios de los ochenta, era una niña sentada en un pupitre escolar, apenas distinguida del resto de la chiquillería salvo por una manera profunda de mirarlo todo, una especie de plegaria confusa en los ojos, detenidos sobre cuanto veía como si decidiese aceptarlo todo aunque no entendiera nada, empezando por los nombres de las cosas; siempre me recordó aquella otra mirada de naturaleza animal que también tenía Ana Torrent en la mítica película de Víctor Erice.

En aquellos años aún era imposible saber qué veía Encarna Mozas que los demás no acertábamos a ver. Probablemente, ni ella misma era consciente de ese desentono del mirar. Años después, viviendo en el Sur, ya con una cámara enredada en las manos,  supo que la fotografía podía desvelar esa otra mitad de cuanto parecía ser lo suficiente. A eso se ha dedicado desde entonces. A revelar la belleza de lo incompleto.

En 1998 Encarna Mozas expuso una extraordinaria muestra que tituló “A puertas abiertas”. Había entrado en el invierno soriano en casas abandonadas de pueblos desiertos. “No toqué ni cambié de sitio nada, todo lo dejé como estaba”. Eso me dijo entonces, cuando para perturbarme más de lo que ella suponía me mostró aquellas imágenes de nieve y ruinas, aquellos retratos en blanco y negro de hombres y mujeres rurales que resistían en el desamparo glacial y posaban con cara de pájaros desconfiados, como príncipes agotados que hacen aún un esfuerzo por caber en un ángulo del mundo, perdida ya toda relación con él (John Berger decía que los viejos vuelven a la expresión animal absoluta en cuanto se desprenden de los últimos gestos sociales). Después llegarían otras muestras (“Sueños rotos”, la impresionante “Lágrimas negras”, sobre el desastre del ‘Prestige’, “Yriapu”, un trabajo documental fascinante sobre el pueblo guaraní) y otras ciudades que acogieron estas imágenes: Barcelona, Santander, Nueva York, Zaragoza, Chicago. En 2005 termina “La línea del horizonte”, una colección de vacíos, de espacios de un trasmundo donde el ser humano apenas comparece: playas por donde cruza de pronto una bicicleta estremecida; castillos afantasmados, entrevistos desde la ventanilla llovida de un coche; témpanos azules y encabalgados en Patagonia; cielos atormentados de tripa sucia; fulgor doloroso del cabo de Gata, allá donde “la luz sucedía a la luz en láminas de tenue transparencia”, según dijera Valente. Después, con su exposición “Marcas”, se ocuparía de ese zoo doméstico de objetos que nos persiguen silenciosos por las cocinas y las habitaciones menores de las casas. Encarna Mozas entraba así en ese otro modo de la soledad que es la extrañeza que puede provocarnos la cercanía.

Ahora he podido ver esta otra entrega. “Imperfectos”, lo llama la fotógrafa, que se ha ido al lado contrario para seguir hablando de lo inquietante y lo ha encontrado en el espanto de la estabilidad vegetal. Era el reino que le faltaba por explorar. En él halla Encarna Mozas razón para ir en pos del latido de esas maneras botánicas de prosperar en la inadvertencia. Se trata ahora de ponernos delante formas que crecen a su modo en cunetas y en orillas desordenadas, allá donde el cuidado humano no hace ya pie. Vegetación desestimada. Pululaciones que no capta un interés vegetal domesticado. La artista soriana nos desasosiega con fisonomías espeluznantes mientras aceptamos una vez más la impecable belleza del error, el resplandor negativo de lo que no comparece pero se adivina ahí, en lo oculto del ser. En ese mundo de orillas imperfectas se ha fijado ahora ella, más allá de la complacencia en la hermosura estólida que encaja en los cánones previstos. Aquí hay más bien un relato caleidoscópico de lo monstruoso cotidiano, encerrado en esta posibilidad que nos entregan inflorescencias y brotes espontáneos bien apartados del mundo ornamental consabido. De eso se trata una vez más. En los archivos documentales del MUSAC (“ADACYL”) pueden verse ya testimonios gráficos de esta muestra denominada así, “Imperfectos”, que aún no da por concluida la artista pero que ya aletea oscuramente sobre nuestras cabezas como una advertencia de esa necesidad de volver la mirada a esas excrecencias que pueden ayudarnos a resistir mejor en el mundo, ahora que se va haciendo más sombrío, menos deslumbrante.

Es la hora de los lenguajes que restituyen la entereza de la soledad, su pequeño magisterio lleno de belleza imprevista y de consolación. Es la hora de Encarna Mozas. Quienes desconfían de la altisonancia deberían saberlo, deberían colgar esas fotografías como documentos del desasosiego en esos lugares donde se firman todos los días los pactos gélidos contra la felicidad. ¿Y nadie se atreve?

Tomás Sánchez Santiago es escritor

[Artículo aparecido el 1/6/2013 en el suplemento cultural "La sombra del ciprés" del diario El Norte de Castilla].

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LA AUTORA

emozas

"Lo que expreso incesantemente  desprende una pureza, un rigor, una simplicidad, una inmediatez, una  claridad que se obtienen por la ausencia de pretensión de arte, en una  conciencia aguda del mundo". En Walker Evans at Work, Harper & Row,  Nueva York, 1982.

 
 
 
 

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